Un reciente informe de la organización Transparencia Internacional (TI) establece sin el menor género de dudas que los estados productores de petróleo son los más corruptos del mundo, haciendo buena la vieja sentencia que deja claro que el dinero es un buen servidor pero un pésimo maestro. Las monarquías del Golfo Pérsico, Venezuela, Rusia y un Irak que merece capítulo aparte, forman en la legión de países en los que las compañías multinacionales actúan a su aire, sin la menor transparencia. Es lo que ya se conoce como la «maldición del crudo». En esos lugares el grado de corrupción es tal que se acepta como normal que al convocarse adjudicaciones públicas, importantes cantidades de dinero acaben en las arcas de sociedades petroleras occidentales, o en los bolsillos de turbios intermediarios o de desaprensivos funcionarios locales. Allí, el aceptar sobornos es una práctica institucionalizada que, obviamente, va en contra del desarrollo económico del país en cuestión.
A nadie se le escapa que un mayor control sobre las actividades de las compañías que importan y exportan el crudo contribuiría decisivamente a yugular la práctica generalizada del soborno y el reparto indiscriminado de comisiones con destino a unas élites cuyo estatus se fundamenta en la corrupción. En casos como aquellos a los que nos referimos, los contratos públicos no pasan de ser una burda componenda de la que se benefician aquellos que más información y menos escrúpulos tienen. Si lo que se pretende es arbitrar seriamente una política que acabe con la pobreza en naciones que teóricamente, desde el punto de vista de sus recursos, podrían ser ricas, el primer paso a dar es la lucha contra esa corrupción enraizada en la vida administrativa de pueblos que hoy son vilmente explotados.