Hace seis años las gentes de bien de todo el país acogieron con esperanza y alegría el anuncio de tregua que la banda terrorista ETA decretó en un momento en el que la lucha policial estaba dando excelentes resultados. Fue una etapa engañosamente hermosa, en la que muchos quisimos ver el final del terror, el pase de los violentos -o de quienes les apoyan- a la vía política, el principio de una nueva era para los españoles y, especialmente, para los vascos. Poco duró la esperanza. Tras un paréntesis para reorganizarse, los asesinos volvieron a las andadas, dejando un reguero de sangre y de decepción.
Hoy nos encontramos en una tesitura parecida. El pacto contra el terrorismo firmado por los grandes partidos, la ilegalización de Batasuna, la incansable labor policial y, sobre todo, la colaboración francesa, han dejado a ETA en un callejón sin salida, desmantelada y empobrecida.
Pero no nos engañemos. Las mafias, las sociedades criminales, no tienen más objetivo que perpetuar sus actividades y eso es lo que harán los etarras. Quizá con dificultades, pero con la misma voluntad de hierro que siempre les ha caracterizado. De ahí que haya que acoger con cautela la carta que seis históricos militantes de la banda -hoy encarcelados-, entre ellos personajes tan sanguinarios como Pakito y Makario, han remitido a los dirigentes actuales pidiéndoles que abandonen la lucha armada.
Es en realidad el mismo mensaje que lanzan cada día los ciudadanos de todo el país y que siempre cae en saco roto. La esperanza que nos queda es que, opinen y digan ellos lo que digan, la sociedad siga avanzando por el camino de la paz hasta asfixiarles del todo. Sólo cuando ningún joven dé el paso de entrar en ETA podremos creer en un definitivo adiós a las armas.