La primera Guerra del Golfo inauguró una nueva era en el mundo de las armas. Fue la primera contienda televisada en directo -con una censura feroz, eso sí- y la primera en la que las armas más letales eran inteligentes y seleccionaban -o eso nos contaban- sus objetivos con precisión de cirujano. Por eso nos parecía que una guerra de hoy era casi limpia, sin sangre, sin sufrimiento, casi una maniobra política sin consecuencias para la población civil.
Nada más lejos de la realidad. Esta segunda Guerra del Golfo, más sofisticada aún que la primera, nos mantuvo en vilo ante el televisor, que nos escupía a diario terribles imágenes de personas reales sufriendo las consecuencias de todos conocidas.
Hoy en día cuando repasamos las grandes batallas de la historia, las que comandaba Napoleón o aquellas inmensas estrategias diseñadas en las guerras mundiales, en las que caían decenas de miles de soldados, nos resulta casi inimaginable.
Hoy las barreras psicológicas están en otro sitio. Y Estados Unidos, que vive inmerso en una larga campaña electoral, acaba de toparse con una. La de los mil muertos en la guerra de Irak. Un varapalo mediático para un George Bush que aseguró que vencer a Sadam Husein e instaurar la democracia y las libertades en el país del Golfo sería poco más que un paseo triunfal. Los norteamericanos, que son capaces de digerir toneladas de violencia diaria en televisión, desayunan estos días con esa cifra: mil jóvenes muertos allá, lejos de casa, en una misión que ya nadie tiene muy clara. Quién sabe si eso modificará la intención de voto, pero a buen seguro que no podrá decirse nunca más que una guerra en la actualidad es incruenta.