Cualquier experto en secuestros está de acuerdo en que liberar a los rehenes por la fuerza es siempre un fracaso de los negociadores. En esta ocasión, con el mundo entero pendiente del desarrollo de los acontecimientos en ese pequeño rincón del planeta, el presidente ruso, Vladimir Putin, sabía que estaba jugando con fuego. Y así ha sido. Aunque todos comprendemos el calado de la decisión que tuvo que tomar, lo cierto es que aceptar una intervención armada es siempre arriesgadísimo.
A falta todavía de confirmar todos los extremos, se sabe ya que las autoridades rusas erraron en sus cálculos desde el primer momento. No había en la escuela de Beslan (Osetia del Norte) unas trescientas personas en el momento del secuestro, sino al menos 1.200. Un error de bulto que ha podido influir en el desenlace de esta catástrofe.
Ochocientos niños se encontraban allí con sus familiares para asistir a la fiesta de inauguración del curso escolar convertida en un baño de sangre. Más de doscientas víctimas mortales y una nueva marca trágica en el calendario del terrorismo internacional.
Todos los países se han solidarizado con Rusia, comprendiendo la difícil tarea de Putin a la hora de resolver la situación. Salvar a los niños era la prioridad, pero finalmente todo se complicó.
Lo que ahora se hace imperativo, sin dilación y sin excusas, es echar toda la carne en el asador para descubrir, asfixiar y combatir hasta el final cualquier atisbo de terrorismo en cualquier lugar del mundo. Se sabe, por ejemplo, que entre los secuestradores chechenos -una veintena-, había diez procedentes de diversas naciones. Es ahí donde hay que incidir.
Perseguirles, acuciarles y desactivar sus planes mucho antes de que lleguen a puerto. Pues por desgracia se ha visto y comprobado que todos estamos amenazados. Hoy en Rusia, ayer en Madrid y hace tres años, en Nueva York. La clave está en controlar el fenómeno terrorista en sus orígenes, aunque parezca una tarea inabarcable.