La luz del crepúsculo tiñe de tono ambar la magnífica rada de Cala Figuera, invitando a degustar a la luz de las velas los platos marineros que ofrecen sus restaurantes de pescado desde sus grandes terrazas sobre el acantilado. Es el momento de elegir donde ir a cenar mientras desde el paseo podemos observar el retorno de algunos llaüts de recreo, cada vez más numerosos frente a los destinados a la pesca artesanal. Una modalidad ancestral en Cala Figuera que llegó a albergar antaño a diversas parejas de barcas de bou aparejadas con grandes velas latinas cuya navegación por el interior del puerto inspiró a célebres pintores.
Desde emollet que protege la rada, todavía puede disfrutarse de la típica imagen de un pescador cosiendo las redes desparramados por el suelo frente a la lonja, donde aparcan los pequeños carros a la espera del pescado fresco. Un momento emotivo el de su llegada acompañada por el graznido de las gaviotas que revolotean alrededor ante la vista de algunos turistas. La caída de la tarde es un momento idóneo para emprender un agradable paseo por las pasarelas de madera y las orillas rocosas recorridas por los cangrejos del Caló den Busques y bordear el varadero principal hasta el Caló den Boire, donde se alternan entre pinos y roquedos las construcciones primitivas de piedra donde moraban los pescadores y viviendas más modernas con algunos chalets de lujo.
La noche de Cala Figuera se muestra este año bastante floja, pese a lo avanzado de la temporada, hasta el punto de que algunos emblemáticos locales de marcha como La Gota, de inspiración ibicenca y buen ambiente, nos sorprendieron con apenas un par de personas. Lo mismo ocurre con los demás pubs, con unos pocos turistas y un jardín hotelero antaño muy animado y ahora cerrado al acceso exterior. Nada que ver con el ambiente de antes que reunía en dichos locales a numerosos jóvenes turistas hasta la madrugada. Aquí si que se nota la crisis turística en la que, como se ve, nada tiene que ver con la ecotasa.
Gabriel Alomar