Rafael M.G. nos envía un e-mail desde Barranquilla (Colombia), «donde vivo aproximadamente desde hace año y medio», y en el que afirma tener 43 años y ser de Palma de Mallorca. Cuenta Rafael que a través de Internet conoció a una chica de Colombia. «Estuvimos conociéndonos por mensajes, por teléfono y nos veíamos a través de la webcam cada día, así durante 6 meses... Ella administraba un café-internet en el barrio La Victoria de Barranquilla (Colombia) al lado de la casa de su madre», que es donde ahora vive él y que reconoce que tuvo una niñez muy triste, «pues crecí en un colegio interno ya que mi padre no podía tenernos a los tres hermanos en casa». Su padre, aclara, estaba separado, «y trabajaba todo el día».
Rafael quiso conocer personalmente a la que había decidido que fuera su esposa. La intención era pasar 45 días en aquel país, así que pidió a la empresa donde trabajaba las vacaciones que le debían, y compró un billete con destino a Colombia, «a donde llegué cargado de ilusiones, de casarme, de tener una gran familia ya que me encontraba muy solo y necesitaba la compañía de una pareja, y de poder darle a ella todo mi amor». Al principio todo fue bien. Conoció a su madre, a sus hermanos y a otros familiares. «Me di cuenta de que era gente de buenos sentimientos», pero eran pobres, gente que cada día ha de trabajar para comer «y poder pagar las facturas de la casa, luz, agua, gas y otros gastos extras».
Rafael, en su extensa misiva, dice que durante el tiempo que lleva en Colombia «fui atracado cuatro veces y en una de ellas, con una pistola en la cabeza, me secuestraron unos delincuentes, que me tuvieron encerrado durante dos meses en una casa lejos de la ciudad». Aparte de que le quitaron la tarjeta de crédito, «vaciando mi cuenta, lo pasé muy mal. Sólo me daban de comer arroz», y le obligaban a hacer sus necesidades encima, «pues no me dejaban salir fuera». Cuando le dejaron en libertad, «me llevaron cerca de Barranquilla, en un lugar de las montañas». Su estado era de lo más lamentable, «sucio, sin ganas de pensar, sin ánimos de hablar... Mis piernas se doblegaban al caminar, sin fuerzas... Anduve durante 8 horas y no fue fácil encontrar el lugar, ya que tuve que estar preguntando a mucha gente para poder llegar... El reencuentro fue algo hermoso. Me sentí deseado y querido por toda la familia... Lloré mucho y di gracias a Dios por darme esa fuerza, esa vitalidad y ese amor que siempre he tenido en mi corazón».Pedro Prieto