Los últimos días han sido especialmente sangrientos por lo que se refiere a los numerosos casos de violencia doméstica que se han registrado en diversos rincones de la geografía española. El número de mujeres fallecidas a manos de sus maridos, novios o compañeros sentimentales, continúa creciendo día a día y hace que debamos cuestionarnos de forma muy seria las medidas existentes en la actualidad para luchar contra este goteo de víctimas de una sinrazón que debería evitarse a toda costa.
Analizando muchos de estos casos nos encontramos con sorprendentes reincidencias, con denuncias previas de los agresores e incluso con órdenes judiciales de alejamiento, que estos asesinos, obviamente, incumplen para asestar el brutal y definitivo golpe final a unas personas que consideran un mero objeto de su propiedad. Es evidente, ante estas circunstancias, que algo está fallando en los mecanismos de control que deberían ejercerse de forma férrea sobre estos individuos capaces de las más absurdas atrocidades. Si el Gobierno ha hecho algo en este terreno, desgraciadamente se manifiesta como insuficiente y debería replantearse cómo luchar de forma efectiva contra esta plaga.
Pero también la Justicia se ve salpicada por este fracaso. Abusadores que regresan a la calle por la decisión de un juez equivocado, sentencias condenatorias absolutamente irrisorias y con argumentos que rozan más los diálogos de Ionesco que el necesario razonamiento y la mesura. No es lo habitual, pero estos casos que en nada benefician la imagen y el buen hacer de la mayoría de los profesionales de la Justicia son reales. Y, en la raíz de esta lucha, naturalmente, debe estar una educación que entierre para siempre visiones anacrónicas, inmorales e irracionales de las relaciones entre los seres humanos.