Los últimos atentados que se han registrado a lo largo de esta semana en Irak antes del inicio del Ramadán, con una desgraciada cifra de víctimas mortales, marca el trágico paso por el que está evolucionando la posguerra en aquel país. Puede parecer incluso lógico que se haya experimentado un incremento de la violencia toda vez que se aproximaba una fecha tan significativa para los musulmanes como el Ramadán y que la ocupación, lejos de llegar a su fin, parece enquistarse, al menos, a medio plazo.
Este bárbaro camino parecen haber elegido no sólo los integristas, sino también los seguidores del anterior régimen de Sadam Husein que permanecen todavía en una lucha sin cuartel contra británicos y norteamericanos. Pero como cualquier forma de terror, ésta tampoco conduce a nada ni va a suponer solución alguna para los graves problemas que atraviesa Irak. Es evidente que la aportación de la comunidad internacional es más que necesaria y que la tutela de las Naciones Unidas es un ejercicio obligado en el camino hacia la normalidad. Pero el baño de sangre de los últimos días, lejos de favorecer esta evolución natural, sólo va a provocar graves retrocesos, como ha sido, por ejemplo, la salida del personal extranjero de la ONU, eso además de la muerte de personas inocentes, sin duda la peor consecuencia de estas acciones bárbaras e irresponsables.
Bien es cierto que la intervención armada anglo-norteamericana fue un error y que es causa y origen del conflicto que ahora se vive. Precisamente por ello es más necesario que nunca que las tropas acantonadas en el país, especialmente las de Estados Unidos y Gran Bretaña, actúen con la mayor delicadeza, sin dejar de lado naturalmente la seguridad, para evitar que se incrementen las tensiones hasta extremos insoportables.