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Editorial

La «propiedad» de los escaños

Coincidiendo con lo ocurrido en la Asamblea de Madrid el presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, ha abogado por modificar la doctrina de dicho tribunal que estableció en 1983 que los escaños pertenecen a los parlamentarios y no a los partidos. Por cierto, el Congreso de los Diputados, con los votos del PP, rechazó anteayer que los trásfugas pierdan su escaño.

El Supremo, en el 83 adoptó aquel criterio cuando cinco concejales del Partido Comunista en el Ayuntamiento de Madrid fueron expulsados de esta formación política, dictaminando que esos ediles debían conservar su cargo público porque su permanencia no podía quedar «subordinada a ningún poder que no emane de la voluntad popular», es decir, al partido político que les presentó. Así ha venido manteniéndose durante los últimos 20 años, por más que no fuera aquella una sentencia adoptada por unanimidad -de hecho contó con el voto disidente de tres magistrados-, y aun teniendo en cuenta los problemas que el mantenimiento de dicha doctrina ha creado. Es evidente que hoy esa interpretación constitucional debería ser objeto de ciertas matizaciones, aunque sólo fuera atendiendo al dictado de experiencias tan penosas como la que se está viviendo en la Comunidad de Madrid.

Aun admitiendo de antemano la dificultad que entraña el cambiar un criterio jurisprudencial, es preciso reconocer que se impone la adaptación a unos tiempos distintos en los que las listas son cerradas y no se vota por tanto a las personas, sino a los partidos. Por otra parte, está claro que cualquier cambio en este aspecto supone ciertos riesgos, entre otros el que desde los partidos se establezca una especie de dictadura sobre los parlamentarios, al ser aquellos «propietarios» del correspondiente escaño. No obstante, entendemos que la posibilidad de que el ciudadano se ahorre situaciones como la de Madrid, es motivo más que suficiente para que se estudie un cambio de criterio al respecto. Sea, como ya se ha apuntado, estableciendo un control de los partidos hasta el momento en el que una cámara comienza a ejercer su tarea política tras el debate de investidura, o bien arbitrando cualquier otra posible fórmula que evite lamentables espectáculos que resultan lesivos para el propio sistema democrático.

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