Llegué a Jerusalén a las cinco de la madrugada tras veinte años de ausencia. No reconocí la ciudad. ¡Cuánto se ha construido desde entonces! Tampoco la reconocí al recorrer a pie el centro histórico junto con Aina Canals, su marido Shlomo Simon y Pedro Prieto. La recordaba como un hormiguero de turistas y peregrinos llegados de todos los confines del mundo, avanzando a codazos por las estrechas callejas del zoco árabe, del recorrido cristiano o de los comercios judíos. La vi vacía, fantasmagórica, recelosa. En los seis primeros meses del presente año sólo han llegado a Israel 400.000 turistas, el 42% menos que en el mismo periodo del 2001. El terrorismo islámico y palestino ha conseguido en parte su objetivo principal de dañar Israel y sembrar cizaña en la ciudad tres veces santa, que debía ser el exponente universal de la convivencia pacífica entre culturas y religiones.
Y todavía lo es, porque los comerciantes quieren vender y la gente quiere ganarse la vida lo mejor que pueda. Pero el conflicto flota sobre Jerusalén, la tensión se palpa. Con Aina y Shlomo, cuya indumentaria ortodoxa delataba a la legua su fe judía, no nos adentramos en el zoco árabe. Pero en otro momento Pedro Prieto y yo penetramos hasta el fondo. Nuestra intención era ver la explanada de las mezquitas, donde están la cúpula dorada de Omar y la famosa mezquita de Al Aksa. Allí los palestinos iniciaron la actual intifada con el pretexto de la visita de Ariel Sharon. No fue ésa la causa. Marwan Barghouti, el jefe de la brigada de terroristas suicidas de Al Aksa, que está siendo juzgado, confesó que llevaban seis meses preparando la intifada. Era la respuesta dirigencia palestina a la oferta de paz, pero la visita de Sharon les daba la oportunidad de simular una ofensa y ocultar su rechazo a una paz negociada.
Me fijé que éramos los únicos turistas en una zona que siempre vivió del turismo. Sentimos la fuerza de mil ojos clavados en el cogote. Un niño árabe me saludó: «Salom». Le respondí: «Salem». El niño me tendió la mano en señal de amistad. Quería saber de qué lado estábamos nosotros. En cambio otro niño nos maldijo por Mahoma y las setenta y dos huríes que le esperan en el paraíso, porque le pedimos que se retirase un poco para hacer una foto. Los niños reflejan a las claras aquello que los adultos esconden bajo una sonrisa histriónica. Pasamos por delante de la tienda de souvenirs de Jusef Al"Shaveish. Tenía en la puerta la fotografía de un joven que yo, al principio, lo confundí con un Bisbamante o cantante de una Operación Triunfo árabe. Era Haleb Al"Shaweish, inmolado en 1989 en aras de la causa palestina. Di mi pésame al padre, porque siento realmente un gran pesar cuando la gente mata y muere por cuestiones que, sin odio, podrían resolverse por medio del diálogo.
Al llegar a la puerta que conduce a la explanada de las mezquitas, dos policías nos cerraron el paso. Nos preguntaron adónde íbamos, de dónde veníamos, quiénes éramos y, sobre todo, si éramos musulmanes. «Más bien agnósticos», respondí. «Sólo los musulmanes pueden entrar ahí». Los musulmanes no quieren que los «infieles», es decir, los judíos entren allí para rezar en el Monte del Templo. Tampoco los turistas. El Gobierno de Israel accede a sus deseos, sin tener en cuenta que es también un lugar sagrado para los judíos. Por si fuera poco, el Wakf musulmán está destruyendo sistemáticamente la memoria judía del lugar, según el arqueólogo Dr. Eilat Mazar, presidente del Comité contra la destrucción de los restos arqueológicos del Monte del Templo.
Tisha be Av es el noveno día del mes hebreo de Av, en que los judíos conmemoran la destrucción del primero y segundo Templo, así como las persecuciones que desembocaron en el estallido de la primera guerra mundial. Las matanzas de judíos en la segunda guerra mundial tienen otras fechas conmemorativas, pero están presentes también en la celebración de Tisha be Av. Los sicarios suelen olvidar pronto sus crímenes y ahí tenemos a Saramago haciendo comparaciones odiosas entre la muerte de 56 combatientes palestinos en Yenín y el holocausto. Los nazis mataron un promedio de 25.000 (veinticinco mil) judíos diarios, no por ser terroristas o combatientes, sino por ser judíos. Eso es muy difícil de olvidar, sobre todo en Israel, un Estado de supervivientes del holocausto.
Cuando pregunté a Aina, a Shomo, a Pep Fuster, lo mismo que a Nissan ben Abraham (Nicolau Aguiló), qué cosa les impulsó a abandonar Mallorca y establecerse en Israel, todos ellos mencionaron una fuerza interior, un anhelo de encontrar su identidad perdida o desviada en el trasiego de los siglos. Vinieron a Jerusalén para estudiar, para conocer. Por poco que uno penetre en la cultura judía, se da cuenta enseguida de la vastedad y profundidad de los conocimientos que se han ido acumulando durante más de cinco mil años en el Talmud. En la Yeshiva, donde estudió Nissan y ahora estudian Shlomo y Pep Fuster, sólo pueden ofrecer el método y la guía para adquirir estos conocimientos. El resto tiene que hacerlo uno mismo leyendo y debatiendo durante doce o catorce horas diarias. Aquí hay estudiosos que han abandonado todo y sólo se dedican a estudiar, estudiar, estudiar. Porque la religión judía consiste básicamente en el estudio, por una sencilla razón: Si uno cree que Dios dio unas leyes y que esas leyes fueron escritas e interpretadas, lo lógico es que se dedique a estudiarlas y a estudiar sus interpretaciones para conocer la voluntad de Dios y cumplirla.
La importancia que tiene el estudio para la supervivencia del judaísmo la explicó con talento Ajad Haam en 1891. Los guerreros judíos que luchaban contra el asedio de los romanos en Jerusalén se encolerizaron contra los fariseos porque éstos, en vez de combatir, estaban debatiendo las normas de la pureza y la impureza (cashrut), es decir, trabajaban para la eternidad. Los romanos vencieron. Los hebreos que ofrendaron sus vidas conquistaron su gloria, pero no salvaron al pueblo, que fue hecho cautivo y dispersado. En cambio quienes lograron salvarlo fueron los fariseos pacíficos que pudieron ofrecer al pueblo vencido la esperanza en un mundo nuevo para las nuevas generaciones, obligadas a vivir en la diáspora. Esa esperanza se hizo realidad en 1948 con la legitimación por la ONU del Estado de Israel.
Todas las ceremonias, todas las fiestas, toda la cultura judía es el resultado de las leyes contenidas en la Torá y su interpretación recogida en el Talmud. No hay dogmas de fe, sino conocimiento y obediencia de la ley. Para los judíos no existe una lectura unívoca, unidimensional, del texto. Saben que la estructura mental y la formación previa de cada persona es diferente y, por tanto, también la interpretación que cada uno pueda hacer del texto. Por esto en la Yeshivá y en todas las escuelas judías los alumnos estudian por parejas, que debaten el verdadero significado del texto que leen. Este modo de estudiar se llama jevrutá. Los judíos, siglos antes que Platón, descubrieron que la verdad está en el diálogo, no en la interpretación monocorde e impuesta. Obedecen la ley, no al individuo que se arroga su interpretación única y la impone.
El principio fundacional del Estado de Israel es el de ser un hogar para todos los judíos del mundo que deseen establecerse en él. La diáspora o exilio del año 72 llevaba consigo el deseo o la necesidad del regreso a la patria: la Aliá o retorno. El sionismo materializó ese deseo. De ahí que Jerusalén y más extensamente Israel sean un mosaico de etnias, doctrinas y prácticas del judaísmo, que algunos, los más intolerantes, han querido unificar en una ortodoxia prácticamente imposible. Fue tan vasta y dispersa la diáspora judía por el mundo, que hoy existen muy diversas maneras de ser judío. Aquí, en Israel, hemos podido comprobar que los judíos son cualquier cosa menos una raza y que acusarlos de racistas, como hace la nueva judeofobia, no es menor disparate que acusarlos de comer niños o hacer pasteles con la sangre de niños, como publicó recientemente un periódico egipcio. Los judíos consideran que en la sangre está el espíritu de la persona, por esto entre las normas de la cashrut está la de desangrar bien la carne antes de consumirla. El solomillo sagnant al estilo francés está prohibido. Y las reses, al sacrificarlas, se han de desangrar bien y se debe enterrar la sangre para que nadie la consuma.
Aparte de las dos grandes ramas, los ashkenazíes y los sefarditas, existen en Israel múltiples etnias que confluyen en la práctica del judaísmo, pero difieren en la cultura de origen y en determinados rituales. Así, por ejemplo, el judío con levita negra y patillas largas en forma de guedeja, originario del Este de Europa, poco tiene que ver con el judío del Yemen, de Somalia, de la India, de Italia, de Marruecos o de China. También existe divergencia entre los judíos ortodoxos y los reformados. Ben Gurión, uno de los fundadores del Estado de Israel, se entusiasmó con la idea «crisol de razas», pero más exacto y justo habría sido el concepto «mosaico de culturas», sin que ninguna prevalezca sobre las otras y todas contribuyan al Estado de Israel. Jerusalén, además de centro de tres religiones monoteístas, es el lugar de convivencia de las diversas sectas, etnias o credos dentro de cada religión. Las distintas ramas del cristianismo, que en otros lugares compiten e incluso combaten entre sí, conviven pacíficamente en Jerusalén: católicos, evangélicos, luteranos, ortodoxos, coptos, armenios, etc. han encontrado aquí la fuente de su inspiración cristiana.
Pero en Jerusalén casi siempre han sido mayoría los judíos. En 1840 había 5.000 judíos, 4.600 musulmanes y 3.300 cristianos. En 1870, con el surgimiento del sionismo, había 11.000 judíos, 6.500 musulmanes y 4.500 cristianos. Después de la segunda guerra mundial, en 1948, cuando la ONU dio carta de ligitimidad al Estado de Israel, había en Jerusalén 84.000 judíos, 40.000 musulmanes y 25.000 cristianos. Los judíos nunca han dejado de estar presentes en Jerusalén. Estaban aquí cuando los cristianos y los musulmanes ni siquiera existían. Se mantuvieron aquí bajo dominación cristiana y bajo dominación musulmana. La creación del Estado de Israel con su capital Jerusalén sólo puede compararse al regreso de los judíos a su país después de la cautividad de Babilonia.
Los judíos que viven hoy en Jerusalén se sienten como los exiliados que regresan a casa. La cuidan, la miman y la respetan. Se ha construido mucho, pero Jerusalén sigue siendo una ciudad hermosa con abundante vegetación que disimula el cemento. Se percibe aquí, en los barrios judíos, un alto grado de limpieza y de civismo. Un pueblo que reza delante de una pared, no echa papeles ni basura en la calle. Un pueblo que cree en la futura llegada del mesías, se esfuerza por adecentar las calles, los edificios y tenerlo todo a punto para ser buen anfitrión. Jerusalén es una ciudad que no se merece la evasión de turistas que está padeciendo. Jerusalén grita paz, clama paz, dadle paz.