Cuando los hermanos Nicolás Joyeros estaban a punto de cortarse la venas viendo que su Breitling del alma se estaba quedado sin la participación del Rey y del Principe, excelentes regatistas pero mejores ganchos para publicitar el evento en todo el mundo -ni siquiera se había dejado ver por los pantalanes del puerto de Portals Àlvaro de Marichalar, asiduo a la prueba, siempre muy bien acompañado además- todo por culpa del dichoso Perejil (la no presencia del Rey y de su hijo, que no la de Àlvaro), conflicto que les había obligado a quedar en Madrid a la espera de acontecimientos, van y aparecen la Reina y sus consuegros, los padres de Iñaki, que van y dan algo de color y glamour, a la regata, sobre todo cuando se desarrolla en el mar, lo que supone un alivio para los Breitlig brothers, que se multiplica por mil cuando aquella tarde, inesperadamente, asoman por la cubierta del barco real noruego, el Norgue, la princesa Marta Luisa de Noruega y su marido, el polémico escritor Ari Behn, que habían llegado a Mallorca ni se sabe cuándo, ni por dónde "aunque seguramente en vuelo charter", con la idea de animar a papá, el rey Harald, a quien, definitivamente, le gusta la Isla para regatear en alta competición.
Porque además de eso, de llegar "son nuevos en el verano mallorquín, por lo que, periodísticamente, se incrementa el valor del personaje", se dejaron ver, como se pudo apreciar a través de estas páginas, al día siguiente de su aterrizaje. Y además se dejaron ver bien, casi posando en la zodiac del Norgue, muy sonrientes y -para la prensa del corazón, sobre todo- muy enamorados. O al menos esa era la impresión que daban. Tampoco pusieron reparos cuando la otra noche, junto con su tripulación, salieron a cenar, al castillo de Sant Carles, con miembros de otras tripulaciones participantes en la Breitlig. Cuentan quienes estuvieron en la cena que, sobre todo Ari no paró de bailar durante largo rato, no sólo con su mujer sino con otras chicas, y bailó mucho «Corazón latino» y «Europe's living a celebration». Fíjense si se lo pasaron bien que aguantaron hasta el último momento.
Por ello, no nos extraña que salieran del recinto tan alegres y dicharacheros -a pesar de la presencia de las cámaras, como diría Fontaneda-, y que en vez del automóvil utilizaran el coche de San Fernando para acercarse hasta el muelle de Portopí donde está amarrado el yate real, en el que pernoctan todos, y así, de paso, tomar un rato el fresco. A todo esto, uno de los acompañantes, no sabemos si escolta o tripulante, iba diciendo a los fotógrafos y cámaras: «Fotos, no», aunque nadie le hizo el menor caso, porque he ahí el testimonio gráfico del paseo.