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Historias de la lepra

Los lazaretos acogen a los ciudadanos más desamparados del tercer mundo: los infectados que la sociedad rechaza

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Recuerdan a Magdalena Obrador, la joven que trabaja en la ONG Veïns sense Fronteres, en Kigoma-Ujiji (Tanzania), una chica muy válida, además de encantadora, simpática y muy bien enrollada con todo el mundo? Pues a Magdalena "que sigue allí" poco antes de venirme a Mallorca le pregunté si tenía noticias de la existencia de algún lazareto. Enseguida consultó con un nativo y en suahili le dijo que el lugar se llama Sivabu y que está apartado del centro de la ciudad en la que Standley encontró al explorador Livignstone, y desde el que no se divisa el Tanganika, santo y seña de la zona.

«Viven allí, de donde no salen, pues quienes los cuidan -dicen Magdalena tras haber escuchado al nativo" no se lo permiten por temor a que contagien a la gente». No sé mucho de la lepra o enfermedad de Hansen, salvo que Jesús curó a un leproso que "miren" se llamaba Lázaro, que es también el nombre del pobre que se comía las migajas que el rico Epulón arrojaba durante el banquete. De ahí, seguramente, lo de lazareto para denominar el lugar donde aíslan a los infectados, entre ellos los leprosos, un lugar al que el poeta italiano Alessandro Manzoni llamó 'colonia infame', y que, como pudimos ver in situ, está "éste en concreto" tan oculto que se nos antojó inexistente, al menos para la casi totalidad de la población.

Casualmente ese día no estaban solos. Veinte o treinta personas, que enseguida vimos que nada tenían con ellos, estaban celebrando una merienda por todo lo alto. Magdalena indagó y explicó: «Acaban de enterrar por ahí atrás a un familiar y, según la tradición, tras el entierro ha de haber una comida». Por supuesto, a ellos, nosotros sí les llamamos la atención. Basta observar cómo nos miraban y cómo algunos dejando lo que hacían se acercaban para husmear en qué andábamos.

La primera en llegar fue Elizabeta, que ni se sabe la edad que puede tener, aunque siempre más de 40 años, pues son los años que vive en el lazareto, adonde llegó desde Burundi, a unos doscientos kilómetros de allí. Tampoco se acuerda ni cómo llegó, ni si lo hizo sola, ni si la acompañaron. Sus manos y pies son cuatro muñones, sin dedos, y en su rostro se empieza a notar lo que "según me comentó luego alguien" los médicos especializados en esta enfermedad denominan facies leonina, rostro parecido al del león por sus gruesos nódulos cutáneos, algo que se remarcaría, más si cabe, en el de Ernest, a quien la lepra, además, había dejado ciego, que llegó algo después de Veronique, de unos veinte años, con su bebé, sano. De sus manos habían desaparecido los dedos. Tampoco los tenía Ernest, no sólo en las manos sino tampoco en los pies, pues llevaba puestos los zapatos al revés.

Elizabeta aseguraba estar feliz. «Nunca me vienen a ver "decía". Hace mucho tiempo que nadie viene por aquí a hablar conmigo "decía ahora, con dos lagrimones resbalando por su gorda mejilla cuello abajo". No tengo amigos ni parientes». La lepra afecta a membranas mucosas, nervios y músculos. San Vicente Ferrer, leproso ilustre "como lo fueron también el libertador de Escocia, Roberto I, duque de Carnick; Balduino I, rey de Jerusalén, llamado también el Leproso, o el insigne escultor brasileño, de Minas Gerais, Antonio Francisco Lisboa, llamado Aleijandinho, en español lisiadito a causa de la lepra", descubrió que se había contagiado de esta enfermedad cuando una tarde sumergió los pies en una palangana con agua hirviendo que una monja de su congregación había puesto cerca de donde él se iba a lavar para hacer la cena.

De ahí que los leprosos pierdan parte de su piel, sus partes blandas y sus huesos mengüen hasta desaparecer por completo sin que lo perciban, pues tienen los nervios atrofiados, no sienten, por tanto no se enteran a no ser que se fijen, lo cual no suelen hacer, pues no les importa para nada la estética o, como en el caso de Ernest, no ven porque son ciegos. Al rato han llegado otros dos, que toman asiento al lado de los que están desde el principio, excepto Veronique, que ha abandonado la escena, ya que el niño se ha puesto a llorar, seguramente al ver gente extraña, a nosotros, que no paramos de hacer preguntas ni fotos. Desde sus asientos de madera nos observan, sonríen y a veces hasta ríen. Es la dignidad de la indignidad. Están enfermos y, además, se sienten repudiados por la sociedad que teme contagiarse de ellos. Sin embargo sonríen, están felices. No se sienten observados, sino que ellos son los observadores.

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