Buenos Aires, en opinión de quienes viven en ella, ha dejado de ser la ciudad bulliciosa que fue hasta hace poco. Las últimas caceroladas de la Plaza de Mayo, una de ellas "la del pasado 20 de diciembre", saldada con una veintena de muertos a tiro limpio, y las crucifixiones llevadas a cabo por algunos en el norte del país, y que están al caer en la capital, han tenido la culpa. Eso, y el apedreamiento por parte de manifestantes a bancos y tiendas de las vías y arterias más importantes del centro de la capital. Y también porque el argentino está ya harto de que le engañen una y otra vez a lo largo de los últimos cincuenta años, y siempre sean los mismos.
De todo ello uno se da cuenta a poco que echa a andar por Buenos Aires, observa el entorno y habla con la gente, y mejor si, como nosotros, va acompañado por quienes conocen muy bien la ciudad, Rafael Diego Polar Capó, presidente de la Casa Balear, e Inés Elena Mateu, socia de la misma, por cierto que con muchas ganas de regresar a Mallorca, primero, para ver si en Palma las autoridades sanitarias ponen freno a su mal, una hepatitis C, que la lleva a mal traer y, segundo, por si económicamente puede levantar cabeza, «pues entre que mi marido está enfermo del corazón, mi hijo, casado y con tres hijos, que con la devaluación del peso se ha quedado en la ruina, tanto que no puede pagar la hipoteca de la casa por lo que se la van a quitar, y yo, sin dinero, ni siquiera para poder comprarme medicinas, aquí nada tenemos que hacer».
Todo esto nos lo cuenta en lo que nos tomamos un café en el Tortoni, situado en plena "desértica y triste" Avenida de Mayo, según dicen los bonaerenses, la más española de todo Buenos Aires, que es, sin duda, uno de los bares más emblemáticos de la capital, visitado, entre otros, por el rey de España (en octubre del 95) según reza la dedicatoria que dejó. Al Tortoni llegamos tras haber recorrido parte de Recoletos, la zona más elegante de la ciudad, donde la gente joven se pone en bañador, se tumba sobre el césped y toma el sol como si estuviera en la playa. También se ve besuqueándose a alguna que otra parejita. Y es que el amor es perfectamente compatible con los tiempos de crisis.
Inés nos cuenta que sus padres fueron Miguel y Catalina, él, natural de Palma, y ella, de Muro. «Llegaron por separado a Buenos Aires, en 1913, se conocieron, se enamoraron y se casaron. Tuvieron ocho hijos, entre ellos, yo». Las cosas no les rodaron mal hasta no hace mucho. «Me casé. Tuvimos dos negocios, pero no fueron bien. Fuimos a Mallorca, a buscar trabajo, pero como mi marido no logró el permiso, tuvimos que regresar. Él, en 1995, enfermó del corazón y un año después, me detectaron una hepatitis C. Cirrosis. Irreversible. Me recetaron Interferon, pero como no tenemos dinero no pude seguir el tratamiento. El presidente de la Casa Balear ha escrito al Gobierno de Mallorca "Rafael asiente" para ver si me pueden ayudar. Si tuviera medios económicos, iría a Mallorca y seguro que allí me curaba. Aquí... "mueve la cabeza con pesimismo" ya veremos».
A pesar del problemón que tiene, Inés no lo lleva mal. O mejor, lo lleva con mucha resignación, tanta como esperanza de poder ir algún día a la tierra de sus padres y que ella ya conoce por haber estado varias veces. A todo esto, Rafael, con el fin de distraer a su paisana, deriva la conversación hacia otros derroteros, colocando sobre la mesa de mármol un dólar, un peso y un patacón, más otro peso, falso, que deposita el camarero que nos sirve. «En este país tenemos estas tres monedas en circulación, entre ellas bastantes pesos falsos, más una carta llamada Lecor, que circula en Corrientes. O sea, que ya me dirán cómo puede funcionar un país con cuatro monedas, y dos de ellas no aceptadas en todas partes».
Caminando vamos en dirección de la Plaza de Mayo. Los pasquines de Menem, al que llaman «bicho», nos miran desde algunas paredes de los edificios que limitan la calle, entre ellos los bancos, algunos de los cuales diferenciados del resto en que sus escaparates en vez de cristal tienen maderas o chapa. «En las últimas caceroladas, a pedradas, los rompieron casi todos», aclara Inés. En una pequeña plazoleta, tres argentinos descargan un camión. Al vernos que nos hacemos una foto al lado de otros pasquines de Menem, uno de ellos, con un gran vozarrón, empieza a insultarle.
Le llama «ladrón» y no sé cuantas cosas más, sin que ninguna de ellas sea bonito. «Le voté la última vez, convencido de que no nos iba a engañar de nuevo... ¡Y el muy jodido nos engañó! Y encima ahora está en el poder su amigo, que ya estuvo con él cuando era presidente. ¿Y saben lo que tendríamos que hacer los argentinos? Buscar a alguien que los echara. ¡A todos! Pues son los mismos de siempre. ¡Y ya estamos hartos!». «La gente no trabaja porque no hay trabajo "dice otro", ¿ y por qué no lo hay? Pues porque los empresarios no se atreven viendo lo corruptos que son los gobernantes. Desde Perón a hoy no se salva ni uno».
Llegamos, por fin, a la Plaza de Mayo, donde las madres brillan por su ausencia. «Vienen los jueves a las tres haga frío o calor», nos dice uno. Observamos que entre la plaza y la Casa Rosada hay dos líneas de barricadas, y entre una y otra, una treintena de policías metidos en chalecos antibalas, aguardado. Rafael nos señala hacia uno de los balcones. «En ese se asomaban Perón y Evita y la plaza estaba llena de gente. Aquí se sigue llenando la plaza a menudo y no para animar sino para todo lo contrario. Por eso han colocado esas barricadas». «El día está tranquilo», nos dice un policía. «Pues hace un mes "le recuerdo" aquí se armó una muy gorda, con más de veinte muertos». «Se formó porque la provocaron. Gente de izquierdas "nos aclara" profesionales del alboroto, pagados para que armen revuelta». «¿Les pagan mucho?», queremos saber. «A los cabecillas, unos dos mil dólares», responde.
Lo dicho, para conocer la realidad de un país, lo mejor es salir a la calle y hablar con sus gentes. El pueblo nunca engaña. Y por lo que cuenta, Argentina no anda nada bien. Y lo bueno es que ha dejado de echar la culpa a los demás y empieza a mirar hacia adentro buscando a los culpables.