Allí estaba, desnudo ante cualquiera, sin dueño al que acudir, sin el refugio de un bolsillo al que tanto ama. Debe ser por que es nuevo en esto, no se encuentra cómodo, aún no se ha adaptado y se pierde con facilidad. Cuando la inmundicia acampaba por su dorado y bello contorno, el gran samaritano lo recogió, lo miró, le sonrió y ¡zas!, al bolsillo.
El samaritano aprovechó la ocasión para calentar su fortuna y se tomó un café a su salud. Entró en el Bar Bosch y aunque no le llegaba para una langosta, la taza le dejó feliz. Mientras, él pasó por unas cuantas frías manos hasta acabar junto a muchos como él, todos expectantes, a la espera de más movimientos. Paredes grises, oscuras y escalofriantes que separaban compartimentos donde placían primos suyos. Muchos de papel.
Un sonido horrible anunciaba la luz, la llegada de la mano y un nuevo vaivén de desplazamientos. ¿Cuál sería el siguiente enclave? la duda recorría todo su perímetro, aunque ése es su sino. Su cuerpo tiene un precio, ajustado, pero un precio al fin y al cabo. Su destino estaba marcado. Volvió allá donde estaba, lo habían vuelto a perder. Pero no había problema, él reconoce que también lo haría. No es más que un especialista en abandonarnos cuando más lo necesitamos.