Por fin el hospital de Son Llàtzer ha abierto sus puertas, pero lo que tenía que ser una jornada gozosa para esta Isla, se ha visto en envuelta en una lamentable guerra protocolaria. Lo que les importaba ayer a los políticos era quién precedía a quién en el acto inaugural: si un representante del PP (Gobierno central) o un representante del Pacte de Progrés (Govern balear). Frente a la argucia del Consolat de que la consellera de Sanitat, Aina Salom, iba a llegar al hospital acompañando al president, con lo que la ministra Villalobos debería recibir además del president a la consellera, desde La Moncloa "y probablemente en coordinación con el PP balear" se preparaba otra estratagema de similar intencionalidad: el presidente Aznar delegaba por escrito su representación en la ministra Villalobos, que adquiría así el máximo rango. A menos de dos horas de la hora prevista para la inauguración se recibió un fax en el Consolat con la designación de Celia Villalobos. La respuesta no se hizo esperar: Antich y todo el Govern plantaron a la ministra. Si quería protagonismo, lo tendría en exclusiva. Podrá discutirse si a pesar de este golpe bajo protocolario tenía que haber acudido Antich a Son Llàtzer para reivindicar con su presencia institucional el papel que le corresponde al máximo representante del Estado en Balears. Pero también podría argumentarse que no se puede aceptar que se ningunee al presidente del Govern. Lo cierto es que el PP se ha apuntado la medalla de la inauguración de un hopsital que dentro de unas semanas será transferido a Balears. Pero, ¿a qué precio? Ésta es una guera entre políticos y por una cuestión nimia. Al resto de los ciudadanos lo que realmente les interesa es que Mallorca ya cuenta, al fin, con un nuevo hospital público. Es cierto que se ha inaugurado con excesivas prisas políticas para poder colocar la correspondiente placa conmemorativa, pero bienvenido sea. Lo de menos es quién llegaba el último y quién pronunciaba el discurso final. Y lo peor ha sido la imagen que ante toda la sociedad han dado los políticos.
Editorial
El protocolo como arma arrojadiza