Antoni Martorell, investido la semana pasada con todo merecimiento Doctor Honoris Causa por la Universitat de les Illes, regaló a las muchas personas que presenciaron el acto celebrado en su localidad natal, Montuïri, un parlamento lleno de sabiduría y de acento popular. De sus palabras se desprendieron verdades que deben llevarnos a la reflexión, pues no en vano este músico y pare ha alcanzado sus conclusiones tras una vida larga, plena y trufada de amor a la cultura. Vino Martorell a reivindicar con firmeza el mantenimiento y la defensa de una identidad propia, la de los mallorquines, que se tambalea ante la invasión de costumbres de fuera, como ocurre en cualquier otro rincón del mundo, donde los imperialismos culturales, gastronómicos, musicales, artísticos y literarios arrasan con demasiada facilidad con la cultura y el sentido de ver la vida locales.
Que Mallorca está en venta y en alquiler es una verdad que a nadie se le escapa, basta ver la evolución de la sociedad isleña en las últimas décadas. Y Martorell exigió la salvaguarda de esa riqueza que destila el arte popular, el folclore, las costumbres y las tradiciones de un pueblo que corre el riesgo, de no hacerlo, de perder su auténtico ADN cultural, el que de veras retrata su idiosincrasia y sus peculiaridades.
Claro que ello no significa la cerrazón, el aislamiento y el autismo cultural, sino que el derecho a defender lo propio debe reclamarse al tiempo que se exhibe un espíritu abierto, conciliador y hospitalario con las culturas del resto del mundo. Una cosa no quita la otra, y todo pueblo cultivado y consciente de su riqueza histórica y cultural, que goza de un pasado espléndido, sabe que todo surge de la amalgama, de la influencia, del mestizaje, no de la imposición estéril.