Tal vez en toda la geografía del planeta no existe un país de inmigrantes como los Estados Unidos de América, formado históricamente por un auténtico aluvión humano procedente de otras naciones y conformado en el marco de la cultura anglosajona. Las fronteras norteamericanas han venido manteniendo una tradición de permeabilidad entroncada con la forma de vida del gran país.
El negocio, los estudios, el turismo, los intercambios de todo tipo, han impulsado el que un viaje a USA se convirtiera casi en una obligación para muchos ciudadanos occidentales. Pero también en este aspecto va a existir un antes y un después del 11 de septiembre. La Administración norteamericana se dispone a poner en marcha un plan que establecerá durísimas trabas, tanto a la inmigración como al turismo en general.
La hipotética protección ante un enemigo desconocido, forzada por la desconfianza casi de carácter psicótico que el ciudadano americano siente hoy ante el mundo, va a determinar el que se tomen medidas hasta cierto punto extremadas. En breve, cifras como las correspondientes a las entradas registradas en el país durante el pasado año "540 millones de personas" resultarán inimaginables. Y contribuirán a ello, tanto la adscripción a un extranjero de un código de barras que permitirá seguir sus movimientos desde un ordenador central, como controles de tipo biométrico severamente analizados. Solicitar un visado supondrá que se lleve a cabo una verdadera radiografía biográfica del solicitante, que incluirá datos tan peregrinos como sus posibles «afiliaciones sospechosas» y sus «intenciones» al emprender el viaje.
Ciudadanos de países hasta favorecidos por su trato en este sentido encontrarán en embajadas y consulados unas dificultades insospechadas. Algo, en conjunto, que va a ser de difícil puesta en práctica y, sobre todo, que corre el peligro de hacer de USA un destino poco apetecible. Y ello por no referirnos a las restricciones que en materia de libertades y política de inmigración puede conllevar.