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Editorial

En el ojo del huracán

Hace sólo unos meses el régimen de los talibán afganos hizo temblar al mundo dinamitando unos monumentos budistas que eran patrimonio de la humanidad. Ya entonces alertamos desde estas líneas sobre lo terrible de aquel régimen cuya acción más bondadosa había sido esa destrucción cultural y simbólica.

Mucho antes de eso "lo habitual, por infame que sea, no suele ser noticia", los talibán habían construido una fuerte red de terror con la que ataron los pies y las manos de cada uno de los ciudadanos del país que no habían conseguido huir.

Las mujeres fueron degradadas al papel del animal doméstico e, igual que a éstos, se les azota "y hasta se les asesina" cuando no hacen lo que se les exige. Y lo que se les exige es durísimo, criminal. Los niños han quedado sometidos a esa situación y los hombres, los muchos afganos razonables que no comulgan con ese absurdo extremismo, también han sido víctimas de la barbarie. Y todo en nombre de un dios que debe estar alucinando.

Como nosotros, que vemos cómo ahora la palabra-ley de un jerarca religioso anuncia represalias contra cualquiera que ayude a Estados Unidos en su cruzada contra el mal.

La que se nos avecina no será leve, ni breve ni de gusto para nadie. Estamos situados en pleno Mediterráneo, a dos pasos de una Argelia que también tiene lo suyo con el integrismo y en un punto de paso obligado para los barcos aliados "cargados de bombas" que se dirigen a la zona. Nadie sabe qué nos depara el futuro, pero parece claro que la guerra está a las puertas y nadie se preocupa de detenerla. Aunque nos parezca a simple vista que estamos a salvo, quién sabe lo que pueda suceder de ahora en adelante.

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