Recientes informes procedentes de una ONG digna en principio de todo crédito "y por otra parte perfectamente constatables estadísticas en mano" establecen que la ayuda española al desarrollo está sensiblemente por debajo de la media de la Unión Europea. En 1999 se redujo a una 0'23% del PIB, al tiempo que la media europea está ya en el 0'31%. Tan sólo dos países, Grecia e Italia, destinan menos dinero a la ayuda de las naciones más pobres. Algo que llama la atención en un momento en el que desde el Gobierno de Aznar se oye hablar constantemente del esfuerzo que se está haciendo para figurar entre los países punteros del continente.
A la cuenta se trata de estar en cabeza en los concerniente a las maduras, pero no a las duras. Si repasamos la evolución de dicha ayuda, encontramos que en lo tocante a España se ha registrado en los últimos años un retroceso en la misma, precisamente cuando mayor ha sido el avance económico del país. Un caso claro de que la riqueza está reñida muchas veces con la generosidad. O, dicho en palabras de George Eliot: «Hay que ser pobre para apreciar el goce de dar».
Sea como fuere, es evidente que el buen estado de los indicadores económicos permitía aventurar un mayor esfuerzo del Gobierno en lo tocante a la erradicación de la pobreza. No ha sido así. Algo que llama la atención cuando si por algo destaca la sociedad española es por su capacidad de solidarizarse en casos de catástrofes. Se diría que en este sentido, la sociedad sabe proceder con mucha mayor largueza que la Administración en su conjunto.
Tal vez sea un problema de organización, de falta de criterios adecuados, o, pura y simplemente, de careancia de educación y tradición en materia humanitaria. En cualquiuer caso, entendemos que el Gobierno tendría que hacer todo lo posible para «ponerse al día» en esta cuestión. Si realmente aspiramos a ser «grandes» en Europa, debemos empezar por serlo en los grandes sentimientos. Todo lo demás es pura economía de salón.