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«Deberíamos vivir sin dejarnos sumergir en la angustia de la muerte»

El sociólogo Edgar Morin interviene en el ciclo A Cavall del 2000

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En el marco del ciclo A Cavall del 2000, organizado por el Institut d'Estudis Catalans, la Caixa de Sabadell y Sa Nostra, el sociólogo Edgar Morin (París, 1921), dictó ayer, en Can Tàpera, la charla «Antropología de la muerte».

A lo largo de su exposición, Morin mostró, entre otras, dos paradojas propias de la condición humana. La primera sería que el ser humano es mortal al igual que el resto de seres vivos, «pero es el único animal que piensa que hay una vida después de la muerte». La segunda paradoja sería que «los seres humanos tienen miedo a la muerte, pero esto no impide que haya personas que dan su vida por una ideología, un partido o una patria».

Según señaló Morin, la causa de esta aparente contradicción tiene que ver con el hecho de que en nuestra identidad tenemos dos principios, uno de exclusión "que favorece la tendencia al «yo», al egocentrismo" y otro de inclusión "que hace que nos sintamos parte de un «nosotros» familiar o nacional". «En cualquier caso, los seres humanos son muy conscientes de que la muerte es un fenómeno de destrucción de su cuerpo» añadió, para destacar que a partir de esta conciencia existe ya en las civilizaciones arcaicas la idea de una vida después de la muerte.

Posteriormente aparecieron tanto las religiones de salvación "la cristiana, la judía o la musulmana" como movimientos filosóficos que defendían que no había nada después de la muerte "el estoicismo o el epicureísmo". En el siglo XIX llegará una fuerte crisis que desembocará en el nihilismo y en la actualidad conviven todas las posibilidades, que van desde el ateísmo, pasando por las religiones de salvación o el esoterismo, hasta llegar a un budismo adaptado a la mentalidad occidental.

Deberíamos vivir con la intención de dar un sentido a la vida, «sin dejarnos sumergir en la angustia de la muerte. Deberíamos vivir colaborando con los demás, teniendo amigos, con amor, sentimiento este último al que Maupassant consideraba tan fuerte como la muerte».

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