Es un lujo que el autor del álbum color sepia de nuestra niñez sea un artista de la imagen. Planas Montanyà tomaba fotos de familia con el mismo espíritu con el que accionaba el disparador de la cámara en un intento de raptar a la cotidaneidad el halo sugestivo que le mereciese elogios de la crítica en el campo profesional. Ana Mª y Josep Planas saben de su infancia por el relato en boca de los testigos de la misma. Y es que la infancia es un terreno que pertenece a los demás y pocas veces a uno mismo por mor del limbo en el que se introduce la hueca memoria de los primeros años.
Ana y Josep quizá no recuerden con tanto lujo de detalles como aquel progenitor que procuraba detener el momento en papel fotográfico, aquellos días que pasaron en Puigpunyent para recuperarse de una tosferina inoportuna. Josep Planas acudía varias veces a la semana al pueblo, en el que los dos niños y la madre descansaban, para seguir los consejos del padre Llinàs y estabilizar los valores morales de la institución familiar. Eran aquellos tiempos en que se promulgaba el lema «La familia que reza unida permanece unida» y, para evitar el deterioro de la misma, se rezaba el rosario en perfecta unión.
En la fotografía que hoy les mostramos vemos a unos niños inmiscuidos de lleno en el halo pedagógico que exhalaban las pláticas del pare Llinàs. El cura, con su dedo gordo e índice unidos a lo padre Apeles, les enseñaba las teorías del catecismo de Ripalda para que las guardasen en la fresquera de su mente hasta convertirse en jóvenes incontaminados y puros que luchasen con ardor de barricada celeste contra las fuerzas del mal. Llinàs era el típico cura que daba patadas al balón con la sotana levantada; un hombre capaz de seguir el ritmo del atleta Planas en sus excursiones por la campiña mallorquina. De ahí nació una estrecha amistad con el que hoy es recordado en el pueblo como un cura generoso que donó sus bienes para que Puigpunyent contase con una residencia de ancianos.