Ya hace más de dos días Ania cogió el toro por los cuernos (o por las sebosas greñas, en este caso) y le disparó al careto a Íñigo que dejara de acosarla, pues su amor es del todo imposible, algo así como pretender que se liaran la niña de «El Exorcista» y San Juan Bosco. Y mira tú que él insistió hasta el punto de intentar elaborar con mocos secos una preciosa reproducción del acueducto de Segovia, pero se le licuó al llegar al segundo tramo.
Nada, que la continuó persiguiendo con sus abrazos entrecortados y compulsivos tras las cortinas e intentando llevarla al gallinero para picotearle a gusto la coronilla. Ayer mismo, cuando entró en el confesionario, ella dijo «el macho Íñigo sigue a la búsqueda, captura y caza de la hembra en celo...», sarcástica alusión tremendamente romántica que nos hace evocar a Gustavo Adolfo Bécquer en sus mejores momentos.
Pero el caso es que poco después aparecían ambos en el sofá, cuando Íñigo inclinó el rostro sobre ella y soltó la segunda sentencia lírica de la jornada: «Te huele la boca». Silencio. «¿Me huele la boca?», preguntó finalmente Ania, no dando crédito ante la desfachatez. «A cebolla, sí», aseguró el joven sin cortarse un pelo, antes de sugerir «Joé, cámbiate». Quería apoltronarse mejor en el sofá, pero ella "que ya tenía los «sentíos» afectados" saltó: «¿De qué, de boca?». Poco después Ania le hizo una pregunta inquietante: «Qué es lo que quieres, que me vaya o que me echen por ponerme desagradable, ¿no?».