Durante años "prácticamente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial" el reseñar el aumento electoral de las formaciones políticas ultras en los países de la Europa democrática conformaba una especie de autovacunación que los ciudadanos que habían vivido los excesos del nazismo y el fascismo se imponían, en evitación de males mayores. Era un «¡que viene el lobo!» pronunciado a sabiendas de que el lobo no venía y precisamente para exorcizar tal posibilidad.
Desde mitad de los años 80, las cosas empezaron a cambiar. Los rebotes de las sucesivas crisis económicas, la determinación de un ultraliberalismo económico que no atendía a razones y el aumento de los movimientos migratorios en el seno de un continente siempre necesitado de mano de obra, supusieron un renacer de ideas extremistas en lo económico y xenófobas "incluso racistas" en lo social, que lógicamente fueron encontrando reflejo en las urnas. Y así hasta llegar a un momento como el presente en el que las «victorias» "nunca absolutas, pero sí significativas" de la extrema derecha están adquiriendo carta de naturaleza en países en los que este hecho parecía impensable.
Al caso más reciente, el de Suiza, en dode la derecha populista registró un avance espectacular el pasado domingo, se unen hoy otros que aunque menos conocidos, no por ello resultan menos preocupantes. Capítulo aparte merece, por descontado, Austria, en donde el Partido Liberal de Jörg Haider es ya la segunda fuerza más votada. Más al norte, en Noruega, el extremista Partido del Progreso se ha consolidado como el tercer partido del país. En Dinamarca, el Partido del Pueblo Danés, con nazis declarados en sus filas, mantiene un 10% creciente de votos.
En una Alemania que debiera estar escandalizada por el hecho, dos partidos pronazis cuentan con representación en varios parlamentos regionales. En suma, estamos ante un fenómeno que va a más y, lo que es peor, que cuenta en este momento con un caldo de cultivo adecuado para mantener su progreso durante los próximos años.