Con camisa oscura y el sombrero de paja de siempre, el doctor Barraquer pasea, un verano más, por la playa de Formentor, un sitio que conoce a la perfección. Y no es para menos, pues «desde el año 72 no he faltado nunca a mi cita con este lugar, que es un paraíso único en el mundo», comenta orgulloso, y añade: «Aquí encuentro paz, tranquilidad y buenos amigos. Los buenos amigos se pueden contar con los dedos de una mano, y aquí los tengo».
Los dueños del emblemático hotel, conscientes de que son ellos los aludidos, no dudan en esperarle por las mañanas para tomar el aperitivo. De momento son pocos los que se juntan a este almuerzo ya que el médico ha venido sólo con su mujer, aunque ya se irán sumando algunos de sus hijos y sus nietos.
Pero no sólo trata con los dueños: clientes y camareros, que repiten de una temporada para otra, son reconocidos y saludados casi indiscriminadamente por este catalán, trabajador infatigable, que asegura: «Me llena la vida mi trabajo, por vocación. Creo que hay que atender a los pacientes; veo a todos los pacientes que puedo y pongo mis cinco sentidos en cada operación».
Para aquellos que se apresuran en jubilar al doctor, éste les responde con un: «A mí me jubilará Dios. Yo seguiré siendo el cirujano director de oftalmología de la clínica Barraquer hasta que Dios me diga basta». Bromea cuando se le pregunta por la vista de los españoles, contestando irónicamente a las dos acepciones que se pueden entender de la palabra «vista». l Tolo Llabrés