N os hallamos en plena cuenta atrás de una posible intervención armada de la OTAN contra Serbia a raíz del conflicto de Kosovo, en el que ésta ha dado sobradas muestras de prepotencia e incluso, en determinados casos, de auténtica barbarie.
Es suficiente con recordar las últimas masacres acontecidas en aquella zona para sentir una profunda repulsión y expresar las condenas más enérgicas por esos modos de actuación. Es más, en este caso, la principal valedora de Serbia, Rusia, parece dar un paso atrás como en una seria advertencia de que no tiene intención de amparar determinadas actuaciones. Ante esta situación, el presidente serbio, Slobodan Milosevic, tiene dos posibles salidas: aceptar el plan de paz propuesto por el grupo de contacto o enfrentarse a la todopoderosa Alianza Atlántica.
Sin embargo, la paciencia de los aliados parece que está llegando a su límite, en especial la de Estados Unidos, que siempre se erige en guardián de occidente y cuya decisión es determinante a la hora de intervenir militarmente. Clinton aseguraba que peligra, dada la situación de Kosovo, la estabilidad en Europa.
Ahora bien, como ya ha sucedido en el caso de Irak, el mayor perjuicio de las intervenciones aliadas se lo lleva la población civil de los países objeto de las operaciones de castigo y esa es la enorme crueldad de este tipo de soluciones armadas. Pese a que los objetivos son, o al menos así se asegura, de carácter militar, las consecuencias de los ataques pueden afectar a los civiles y, no sólo eso, sino también las medidas de embargo y aislamiento a que se les somete.
En cualquier caso, una vez más queda patente la necesidad de mecanismos de control internacional que hagan posible una salida que no requiera del uso en última instancia de las armas.