Los Estados Unidos vivieron una jornada de terribles contrastes. Monica Lewinsky aparecía en la cadena de televisión ABC ante la popular entrevistadora Barbara Walters para contar sus percepciones del escándalo con el presidente Bill Clinton. Cien millones de espectadores presenciaron la entrevista en la que Lewinsky lloraba y daba rienda a sus sentimientos. Como cruel contraste, el ciudadano alemán Walter LaGrand era ejecutado en la cámara de gas en Phoenix, en el estado de Arizona, sufriendo una agonía que se prolongó por espacio de dieciocho minutos. De nada sirvieron las protestas del Gobierno alemán, ni su intención de recurrir al Tribunal Internacional de La Haya. Pero la atención pública estaba centrada en un asunto mucho más intrascendente, pero que ha puesto contra las cuerdas al mismo presidente norteamericano.
Al margen de los errores judiciales, que por cierto se cometen con cierta frecuencia en EE UU, que ya sería motivo más que suficiente para plantearse muy seriamente un cambio legislativo que suprimiera la pena capital, existen sobradas razones humanitarias, éticas o morales como para ello.
Es cierto que los delitos deben tener una condena disuasoria y que el castigo impuesto debe tender, en la medida de lo posible, a la rehabilitación de los reclusos. Pero es anacrónico, cruel e inhumano plantearse a finales del siglo XX el 'ojo por ojo'.
Aunque lo más doloroso de todo lo acontecido en esta jornada triste es que este luctuoso hecho pasara desapercibido por la entrevista a una señorita que tuvo unos escarceos amorosos con el presidente Clinton. Nada más banal, menos trascendente podía ensombrecer una lacra como la pena de muerte y, sobre todo, la enorme crueldad que ha supuesto una ejecución con una larga, larguísima agonía. Auténticamente inhumano.