El caso del perro que mató y destrozó, en Can Picafort, a un niño de cuatro años ha causado tanta emoción en la ciudadanía que ha abierto un amplio debate, en el ámbito popular, acerca del asunto. Los comentarios de la gente se han centrado, estos días, en esta tragedia que se agrava por la facilidad con que hubiera podido evitarse.
Facilidad comprobable por dos extremos. El primero, que el dueño de éste y otros canes los tuvieran bajo control, atados y con bozal. El segundo, tras el aviso que dio este mismo perro asesino cuando ya con anterioridad, hace tan sólo unos meses, agredió y mordió a otros niños.
Pese a las advertencias y denuncias, nadie puso remedio a lo que era remediable y ahora nos hallamos ante lo irremediable: un niño de cuatro años ha pagado con su vida la imprudencia y la imprevisión del dueño del perro, cuyas responsabilidades determinarán los jueces.
Pero el niño no volverá a la vida, por mucho que se castigue al dueño con acuerdo a lo que determine la Ley o por más que una compañía aseguradora indemnice a los padres del infante atacado por un perro con instintos asesinos que se paseaba libremente como si fuera un inofensivo caniche. El sacrificio del animal, que ha de dictaminar un juez, tampoco aliviará nada.
Lo que, probablemente, sucederá es que se acentúe la vigilancia sobre estos animales y sus dueños para que cumplan todas las ordenanzas en este sentido. O que se adopten nuevas medidas o se extremen las actuales. Estos perros deben moverse con grandes precauciones, como las del obligado bozal. O controlados a través de correas y collares. O atados, incluso dentro de las fincas. Quizás la muerte del pobre niño pueda servir para que no vuelva a suceder nada ni siquiera parecido. Algo que es de sentido común, pero que no se hizo.