A nadie sorprende ya la decidida rapidez con que actúan los Estados Unidos cada vez que cualquier sospecha de rebeldía se cierne sobre la castigada Irak. La mayor parte de la opinión pública europea está de acuerdo en que la obsesión estadounidense con el país del Golfo Pérsico es exagerada y que más valdría ayudar de forma humanitaria a ese pueblo y castigar "si es preciso" a sus dictatoriales dirigentes.
Pero si algo sorprende de esta actitud americana es la falta de reacción ante otros sangrantes conflictos que, pese a que cada día que pasa cuestan vidas humanas, ni siquiera hacen pestañear al país más poderoso de la Tierra, autoconsagrado como guardián del orden internacional.
Nos referimos a situaciones tan dramáticas e insoportables como
las que pesan sobre la región de Kosovo, en Yugoslavia, y la de
Argelia, que lleva ya varios años con un sangriento goteo de
cadáveres en una guerra interna que a nadie parece importar.
En casos como el de Kosovo y el de Argelia las instituciones
internacionales suelen apelar al principio de no injerencia para
justificar su pasividad. Y sin embargo, cuando se trata de Irak,
nadie recuerda ese "al parecer sagrado" axioma de que nadie puede
intervenir en asuntos que sólo afectan al orden interno de un
país.
El problema de fondo, todos lo sabemos, es exclusivamente económico y de reparto de poderes. A nadie le interesa la muerte de mujeres, niños, ancianos y hombres pobres en un país pobre como Argelia, víctimas del paroxismo religioso de unos cuantos locos. Y a nadie parece importarle la ambición territorial de una Serbia que jamás se conformará con ser lo que es, sin expansionismo, sin centralismo, condenada a permanecer dentro de unas fronteras más que limitadas. Porque allí no hay petróleo, no hay vecinos complicados "como Irán" a los que controlar, no hay, en definitiva, un apetitoso pastel que repartir.