Hoy se cumplen cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En el Elíseo, se celebró, anteayer, un almuerzo al que fue invitado el Dalai Lama, premio Nobel de la Paz, lo que motivó una protesta china y la petición de que no se le permitiera compartir la mesa con el resto de invitados. China es una de las grandes potencias mundiales y uno de los países del mundo en donde más se conculcan los derechos humanos. Hace poco se aplicó la pena de muerte a un reo.
En los EE UU también se aplica la pena de muerte en muchos de sus Estados. Francia, que acogió al Nobel de la Paz, también ha sido el único país del mundo que ha acogido a Jean Claude Duvalier, el ex dictador de Haití, en paradero desconocido, pero residente en Francia. Mientras tanto, Pinochet sigue en Gran Bretaña en una lujosa residencia, esperando su futuro, aunque el Gobierno británico haya accedido ya a su extradición. Y el ex dictador Noriega, secuestrado por los EE UU, sigue allí, encarcelado. En Argelia prosigue la matanza de civiles, en Cuba se encarcela a la oposición, en Corea del Norte se mantiene la dictadura, en Latinoamérica se explota a los niños, en el Medio Oriente se discrimina salvajemente a la mujer y se practica la ablación del clítoris de las niñas. Pese a todo, este panorama no es más que una leve pincelada de lo que está ocurriendo en este mundo en cuestión de atentados contra los derechos humanos. Cada segundo mueren de hambre y privaciones un gran número de personas, la mayoría niños. De modo que, más que una celebración, este quincuagésimo aniversario debe ser un doloroso lamento por la terrible situación en que se encuentra la mayoría de los habitantes de este planeta, incluidos los de los países libres, democráticos y cultos en los que, según denuncia Amnistía Internacional, también se atenta contra sus más elementales derechos. Cincuenta años perdidos.