El atropello mortal de un niño de 20 meses y el posterior linchamiento del camionero, hechos que sucedieron en un barrio de Valencia, han conmocionado a la opinión pública de todo el país. La tragedia alcanza unos tintes muy oscuros cuando se tiñe de venganza, pero lo que es absolutamente cierto e inexorable es que la muerte del autor del atropello no va a devolver la vida al pequeño.
Es muy difícil saber lo que pudo pasar por la cabeza del padre y los tíos del niño fallecido antes de que arremetieran a cuchilladas contra el camionero, en el supuesto, claro está, de que se demuestre que fueron ellos los autores de las puñaladas que le costaron la vida.
Pero precisamente en circunstancias como éstas, absolutamente trágicas y carentes de toda razón, es donde se demuestra el valor que tiene la ley y su aplicación a hechos concretos.
A muchos, el caso de Valencia les habrá hecho reflexionar sobre la afirmación de Thomas Hobbes cuando aseguraba que el hombre es un lobo para el hombre y defendía el valor de las leyes como atadura para los instintos animales de los humanos.
Al margen de cualquier otra consideración, y pese al inmenso y tremendo dolor de los familiares del niño, nadie puede tomarse la justicia por su mano y ejercer de vengador de una muerte que no tiene ya vuelta atrás. Lo único que se consigue con un linchamiento es crear más dolor en otras personas y, tal vez, en la propia conciencia.
Podemos plantearnos, eso sí, si las leyes son o no las más adecuadas. Podemos cuestionar si existen o no las estructuras necesarias para la circulación de vehículos pesados en aquel barrio valenciano. Pero, claro está, lo hacemos ahora, cuando lo sucedido es ya irremisible y la desgracia se ha cebado en dos familias.