Lo primero que llama la atención es la ausencia de jóvenes y niños en la cola que se ha formado en la aldea Hnilytsia ante la camioneta de ayuda humanitaria. Mujeres en su mayoría y algunos hombres de rostros avejentados y profundas ojeras confirman que sus nombres están registrados en la lista y reciben una caja de 12 kilos 512 gramos de harina de trigo, aceite, sal, azúcar, pasta y latas de legumbres y carne para un mes por cada unidad familiar.
Algunas personas han traído sus destartalados coches al punto de distribución y cargan las cajas propias y la de sus vecinos en los asientos de atrás. Otras han llegado con bicicletas o carritos de bebé que utilizan como portapaquetes. Maria Fediruk, de 79 años, ha venido a pie y está a la espera de que alguien le ayude a transportar la pesada caja hasta su casa, alejada unos centenares de metros.
«He pasado sola toda la ocupación rusa y no tengo ningún contacto con mi hijo y su familia desde que se marcharon en febrero», explica la anciana que dedica una gran parte de la pensión de viudedad de su marido, fallecido hace seis años, a comprar medicamentos. Afirma que no ha podido plantar nada para el invierno y que no le queda ningún animal en su pequeña granja para alimentarse.
La Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA) es la encargada de la distribución de la ayuda en dos áreas concretas de la aldea. Prestigiosa organización humanitaria sin fines de lucro, creada por la Iglesia Adventista del Séptimo Día en 1984 y con presencia en 139 países, desarrollan tareas de evacuación de personas de áreas bélicas y distribución de alimentos en las zonas más paupérrimas desde el 24 de febrero, el primer día de la invasión rusa.
Por la mañana temprano sus trabajadores han cargado en Járkiv los palés con la ayuda humanitaria del Programa de Alimentación Mundial de la ONU y han llegado a esta aldea dos horas y media después de conducir por carreteras destartaladas y traspasar varios controles militares.
«Llevamos 320 raciones para asistir a personas muy empobrecidas por culpa de la guerra que dependen de esta ayuda para sobrevivir», afirma Natalka Fisenko, de 45 años, coordinadora regional de ADRA. Es la tercera vez que hace un distribución en esta aldea. La ONG también reparte diariamente pan a miles de ciudadanos de las zonas más golpeadas por la violencia bélica.
Hnilytsia fue respetada por los rusos quizá porque la inmensa mayoría de los jóvenes en edad militar huyeron en febrero. «Todos los jóvenes y una gran mayoría de los niños se fueron antes de la entrada de las tropas ocupantes. Algunos tuvieron que atravesar la frontera rusa y regresar a Ucrania dando un gran rodeo por Bielorrusia, las repúblicas bálticas o Polonia», explica Nicolás Vitsota, de 52 años, uno de los responsables municipales. Menos de un 40 % de sus 1.000 habitantes se quedó durante la ocupación rusa y casi nadie ha vuelto a pesar de que los rusos se retiraron de la zona hace dos meses.
Admite que nadie fue asesinado o maltratado. «Un ex militar ucraniano fue interrogado durante tres días y fue puesto en libertad. Como autoridad local no tuve relación con los responsables rusos de la ocupación. Las órdenes las imponían a través de un colaboracionista del pueblo de al lado al que solía ignorar», recuerda Vitsota. El acuartelamiento ruso más cercano estaba a nueve kilómetros de la aldea.
Desde el 24 de febrero, día de la ocupación, hasta mediados del verano hubo electricidad intermitentemente. «Se iba un par de días pero luego volvía. Tras la contraofensiva ucraniana nos quedamos sin luz durante un mes entre mediados de setiembre y octubre. Otras aldeas cercanas no tuvieron luz durante los seis meses y medio de ocupación», explica el responsable de la aldea.
Los principales problemas de la aldea tienen que ver con las pésimas conexiones telefónicas y de internet, la falta de productos de primera necesidad debido a la falta de cosechas durante una gran parte del año y las dificultades para conseguir medicamentos para los enfermos crónicos.
Muchas de las aldeas atravesadas hasta llegar a Hnilytsia sufrieron duros bombardeos. Hay muchas casas con la techumbre reventada o en ruinas y resalta un colegio partido por la mitad por el impacto directo de un proyectil de gran calibre. En algunas casas hay sacos terreros en puertas y ventanas utilizadas por los habitantes para protegerse durante los bombardeos. Trabajadores del gobierno regional están arreglando el tendido eléctrico y han colocado placas solares para alumbrar las farolas del puente sobre el río Severodonest.
La única joven que espera su turno en la cola es Valeria Kosel, de 21 años. Esta madre de dos hijos de tres años y ocho meses «que nació el 15 de febrero nueve días antes de la invasión» ha venido a visitar a su familia. «Los únicos que se quedaron aquí fueron aquellas personas que no tenían donde ir. Yo vivo en otra aldea muy cerca de la frontera rusa y sólo estoy aquí de visita», explica la joven de pelo rojizo.
La fase de la guerra entre Ucrania y Rusia que empezó en febrero ha semiparalizado el llamado granero ucraniano donde se cultivaba, según la Comisión Europea, el 10 % del mercado mundial de trigo, el 15 % de maíz y el 13 % de cebada. La mitad del maíz y el 30 % del trigo que compraba la Unión Europea eran de origen ucraniano. Además, este país concentraba el 50 % del comercio mundial del aceite de girasol.
Los precios se dispararon en mayo a niveles nunca vistos con consecuencias impredecibles en países africanos y asiáticos muy golpeados por la crisis provocada por la pandemia de coronavirus durante los dos últimos años y medio. Pero la FAO, la organización agrícola de la ONU, anunció en verano que la cosecha mundial de cereales sería solo un poco menor que la del año pasado.
Los grandes damnificados han sido campesinos ucranianos como los de Hnilytsia. La verdad despiadada de la guerra tiene también que ver con la inseguridad alimentaria. Los campesinos dependen de los ingresos de la venta de sus cosechas. La guerra les ha impedido plantar trigo, cebada o girasol durante los meses de la ocupación. Sus despensas están vacías y ahora se preparan para sobrevivir a un duro, largo y frío invierno.