Francia se encuentra a las puertas de encumbrar a un nuevo archienemigo de la diversidad sexual y racial. En pleno apogeo de la extrema derecha a nivel europeo y occidental asistimos a una novedad, tal vez a los momentos previos al reemplazamiento de una marca que, pese a crecer mucho, no ha logrado su objetivo de presidir el gobierno o el Elíseo. Tal vez ni eso. Puede que no sea una nueva marca, simplemente un polémico e histriónico personaje mediático que podría encarnar para miles de votantes al candidato perfecto. O al menos la apariencia de serlo. Éric Zemmour se erige como próximo contendiente con claras posibilidades de cara a las elecciones presidenciales francesas del próximo año, y suscita tantas filias como fobias.
El primer ejercicio consiste en saber qué conocen y opinan de él algunos galos bien informados que viven entre nosotros. «¿Qué pienso de Zemmour? ¡Solo cosas malas!» dice uno. «¡Pensaba que ya no quedaban periodistas!», responde con sorpresa otra. «Sé de este señor que probablemente presente su candidatura para optar a la presidencia de la República en mayo del próximo año. Antes estaba en la tele, es ensayista y creó polémica por sus opiniones de derecha muy pronunciada. Pero quién sabe, aún pueden pasar muchas cosas hasta mayo. El juego no ha hecho más que empezar».
Hay quien dice que Éric Zemmour es algo así como un Federico Jiménez Losantos en francés. Un convencido bonapartista y gaullista que ha unificado criterios desde los platós, estudios de radio y páginas de medios de comunicación derechistas entre los sectores más identitarios y reaccionarios, cansados de que los Le Pen –padre e hija– choquen siempre con la misma pared inasumible a la hora de acometer el poder 'de verdad'.
Últimamente Zemmour ha ganado todavía más cuota de mercado electoral a partir de las ideas nada novedosas de un nacionalismo monolítico y excluyente. Su último libro ha causado furor, en unas semanas ha vendido cientos de miles de copias y su nombre ha aparecido en todo tipo de espacios, tertulias y encuentros. El suyo podría parecerse al discurso de Marine Le Pen, pero difieren en algunos aspectos.
Éric Zemmour es un comentarista que en algunas ocasiones ha herido sensibilidades. En la hemeroteca son abundantes los exabruptos contra todo tipo de minorías; en el caso de las personas LGTBI+ defenestrando la adopción como opción sensata, y en el de la inmigración apoyando una expulsión «inmediata y en vivo» de las personas que infringen las leyes. Ideas recurrentes en estos tiempos de incertidumbre y posverdad.
Algunos en la izquierda pecan de simplificar y aplicar demasiado a menudo el calificativo fascista o neofascista a este tipo de elementos. Probablemente Zemmour no sea fascista, tiene más de ultraliberal irreverente al más puro estilo Tea Party norteamericano, y no parece tender a enervar a las masas hacia la acción directa en la calle ni a idolatrar la estética militarista. Al menos de momento.
La suya es una estrategia más soft, como las campañas de fake news que el equipo de Donald Trump deslizaba en las redes sociales antes de asaltar la Casa Blanca, primero con los votos en noviembre de 2016 y cuando estos le abandonaron por la intimidación violenta, en enero de 2021. En este sentido, Éric Zemmour tiene más del Trump agitador de los primeros años, aquel que aparecía en la televisión por cable de los noventa y los dos mil dándole al público estadounidense justo el espectáculo que quería.
No obstante, mezclar espectáculo con política se antoja peligroso. Más cuando están en juego el servicio público y los derechos humanos. Puede que Zemmour no alcance esta vez el palacio presidencial. Es posible que su discurso no cale lo suficiente. Hay quien augura su desembarco –o el de algún colaborador próximo– en la cúspide del poder para más adelante, en 2027. No cabe duda, hoy por hoy, que su posible ascenso supondría un antes y un después para la Europa unida. Francia es el corazón de la UE y posiblemente con él en el Elíseo el panorama sería peor que el que deparan hoy Viktor Orbán en Hungría o Mateusz Morawiecki en Polonia.