Las urnas han hablado y, por un estrecho margen, los escoceses rechazan su escisión del Reino Unido. Desde una expectante distancia, Catalunya ha visto en el proceso escocés un puzzle de esquinas colindantes con respecto a su propia relación con el país al que, por la vía de la fuerza, fue anexionada en 1714.
Sin embargo, lo cierto es que en todos sus tiempos -antes, durante y después- la consulta escocesa no ha partido el Reino Unido, reflejo de la saludable cultura democrática que impera en las Islas, mientras Madrid se ha destapado con una respuesta en las antípodas, tachando de ilegal la consulta y rechazando de pleno su celebración.
El problema de fondo es precisamente la falta de cultura democrática del gobierno español, el error de negar el voto, el error de aplastar a un pueblo bajo el rodillo del absolutismo homogeneizador. Algo que preocupa al grueso de los catalanes, aunque menos que aquello que intuye entre bambalinas: la sensación de que la España más apolillada descorcharía litros de espumoso con tal de ver atenuada -incluso aniquilada- la identidad catalana.