JAVIER JIMÉNEZ
Las heridas siguen tan abiertas 40 años después que Oriente Próximo se desangra por ellas. La Guerra de los Seis Días, que hizo sostener la respiración al mundo entre el 5 y el 10 de junio de 1967, supuso una humillante derrota para la coalición árabe y una victoria pírrica para Israel. Los judíos arrollaron con su poderío bélico, pero la opinión internacional ya nunca volvió a verlos como aquel pueblo oprimido que luchaba por su supervivencia.
Israel y sus vecinos árabes se enfrentaron el mismo día de la creación del Estado judío, en 1948. Venció el nuevo país y Egipto se apropió de Gaza mientras que Transjordania (luego bautizada como Jordania) ocupó Cisjordania y parte de Jerusalén. Los árabes no aceptaron la derrota y siguieron hostigando a sus vecinos. En 1956 estalló la Guerra de Suez, pero el verdadero camino hacia la guerra total todavía no se vislumbraba. Fue en 1966, un año antes de la Guerra de los Seis Días, cuando la tensión permanente en la zona adoptó la forma sombría de una guerra inminente. Siria y Egipto firmaron una alianza militar y comenzaron a recibir armamento soviético, su fiel aliado. Los judíos, por su parte, estaban al corriente de todo, gracias a sus enlaces americanos y británicos. El ambiente se caldeó al máximo cuando en mayo de 1967 Egipto pidió formalmente la retirada de las fuerzas de interposición de la ONU que estaban desplegadas en la Península del Sinaí. La guerra era inevitable. Moshe Dayan, el mítico comandante israelí, fue nombrado ministro de Defensa el 1 de junio. Mal augurio, conociendo el carácter belicoso del militar. Ariel Sharon y Yitzhak Rabin, dos ilustres de la política décadas después, eran sus lugartenientes. En Israel se notaba el aliento árabe, tan cercano e inquietante, y corrieron rumores de que habría miles de muertos. Incluso se sugirió que el joven Estado podía desaparecer engullido por sus voraces vecinos. Todo era una hábil maniobra del Ejecutivo y el Estado Mayor israelí, que quería tensar al máximo la cuerda para obtener lo mejor de cada militar y cada ciudadano.
Ezer Weizman, uno de los ideólogos de la Guerra de los Seis Días, aplicó la guerra relámpago (Blitzkrieg) de la Wehrmacht alemana para asegurarse la victoria. Y en lugar de Panzers utilizó todo el poderío aéreo. El 5 de junio Israel lanzó a sus cazas contra los aviones de combate egipcios que dormían en los aeródromos del país del Nilo. En pocos minutos fueron arrasados 286 aviones, más de la mitad de la flota aérea egipcia. La Operación Foco decidió al guerra en sólo unas horas. La clave israelí era alcanzar una cobertura aérea total, que permitiera invadir la Península del sinaí con los cielos despejados de cazas enemigos.
Multiplicar el territorio
El ridículo intento de Jordania y Siria de apoyar la debacle egipcia fue abofeteado humillantemente. Esos dos países fueron barridos en el escenario de batalla, en sólo varios días. Y lo peor para la coalición árabe llegó cuando los judíos tomaron la Ciudad Vieja de Jerusalén. En seis días el Estado hebreo había multiplicado su territorio nacional con la incorporación de los Altos del Golán, Cisjordania, Jerusalén, la Franja de Gaza y la península del Sinaí. Fue un vuelco geoestratégico sin precedentes en Oriente Medio. Y a la vez un regalo envenenado para los judíos. La gloria militar, 40 años después, queda empañada por el drama nacional judío: no pueden expandirse más y deben devolver tierras.