El incremento del valor añadido generado en una región determina en gran medida la competitividad y prosperidad de sus ciudadanos, por lo que no nos debemos extrañar de que la generación y atracción de actividades de alto valor añadido se haya convertido en uno de los objetivos de la política económica nacional, regional y, cómo no, municipal.
En 1925 Alfred Marshall intentó explicar por qué la actividad económica tendía a concentrarse en el espacio en vez de dispersarse, acuñando el concepto de Distrito Industrial Marshaliano. Para Marshall la concentración de las actividades de un sector en el espacio respondía a tres ventajas. En primer lugar, a la existencia de un mercado de trabajo conjunto al cual podían acudir los empresarios en búsqueda de mano de obra especializada y en el que los trabajadores podían minimizar los costes de búsqueda de empleo. Así, para un diseñador de moda o un patronista encontrar empleo en París, Milán o Nueva York donde se concentran las principales empresas de moda es más factible que en cualquier otra ciudad. De forma análoga, para las empresas de moda interesadas en ampliar sus plantillas resulta más fácil acudir a dichas ciudades.
La segunda ventaja de los distritos eran los suministros especializados. Sin duda actividades como la moda o la touroperación turística necesitan servicios especializados de abogados, informáticos o proveedores de maquinaria que se utilizan ocasionalmente y que únicamente se encuentran disponibles en lugares en donde su demanda está justificada.
El tercer elemento descrito por Marshall era el acceso a los conocimientos. Cuando una empresa introduce una innovación, las empresas más cercanas son las primeras en conocer, adoptar y probablemente evolucionar dicha mejora.
Estos tres elementos permiten explicar por qué la concentración espacial de actividades genera economías externas a las empresas pero internas a una industria que hacen que determinadas regiones industriales sean muy competitivas. Lógicamente, la aplicación obvia de estos conocimientos a la política económica es intentar generar espacios con características de distrito industrial en actividades de alto valor añadido. Surgen así los parques tecnológicos o científicos que toman diversas formas en cada país.
Una primera modalidad son las incubadoras de empresas cuya finalidad es ofrecer servicios e instalaciones comunes a pymes que desarrollen aplicaciones tecnológicas en la fase inmediata tras la investigación. Suelen apoyarse en instituciones académicas o laboratorios de investigación.
En segundo lugar, los parques científicos y de investigación centrados en las etapas de I+D previas al mercado y en donde se localizan empresas industriales bien asentadas que pretenden colaborar con universidades y centros de investigación para desarrollar las bases de nuevos productos.
Una tercera modalidad son los parques o complejos tecnológicos de empresas de alta tecnología con un elevado nivel de atracción. Por último, están las ciudades científicas o tecnópolis, un concepto que aún está evolucionando y que se refiere a áreas urbanas desarrolladas en torno a una línea tecnológica con fuerte apoyo público, empresarial y académico.
Ante el éxito de modelos más urbanos como el de Barcelona quizás debamos empezar a replantearnos nuestro modelo de desarrollo tecnológico y apostar por un @Llevant-Palma que complemente a nuestro Parc Bit.