Marc Anthony es una fuerza de la naturaleza caribeña que ha aprendido a combinar elegancia, pasión y ritmo con la precisión de un relojero suizo. Su gira internacional es una nueva confirmación de su talla y estatus, el impecable traje a medida de uno de los intérpretes más magnéticos que ha dado la música latina. Anoche, el ciclo Es Jardí de Magaluf acogió el show de este neoyorquino con sangre puertorriqueña que, con sus ritmos y un esbelto palmito de 56 primaveras, sedujo a 5.000 personas.
Muévense es su último trabajo, un título que no sugiere, exige. Y en directo, esa orden se convierte en un hechizo colectivo. Porque si hay algo que Anthony ha perfeccionado a lo largo de las décadas, es su capacidad para transformar un concierto en ritual. Con una voz que parece tallada en marfil, llena de quiebros que cuentan más de lo que cantan, el artista despliega una energía que contagia hasta al espectador más retraído. Salsa, balada, pop… no importa el género cuando lo que vibra es auténtico. Tal y como sucedió con Pa’llá voy, el primer corte de una húmeda noche que el cantante convirtió en eléctrica. La percusión, afilada como un bisturí, marcó el inicio de su aquelarre salsero, en la que el ritmo entraba por los pies antes de ser digerido por el cerebro.
En el segundo tema, Valió la pena, la orquesta se expandió con bronces gloriosos y una cadencia que resucitaba a los muertos. Fue ahí cuando los primeros bailes se cruzaron en la sudorosa noche. A continuación, Y hubo alguien cambió el decorado a un gris dramático, con un Marc Anthony en modo confesional sostenido en una voz rota de desamor; en una de esas canciones en las que cada espectador descubre su propia historia escondida tras la letra. Obviando un ligero acople al inicio del show, el sonido fue impecable. Grave, preciso, con metales limpios y una voz que, lejos de flaquear, parecía renovarse en cada agudo. Al protagonista le bastaron tres canciones para encender la noche, y convertirla en una experiencia casi religiosa -como cantaba otro latino de oro-.
A medida que avanzaba el show, se consolidaba la sensación de estar ante algo más que un simple recital, era más bien un encuentro con la memoria musical de varias generaciones. Y es que bajo el escenario se apostaban desde niños a veinteañeros curiosos y sesentones rejuvenecidos, un público separado por un abismo generacional que se unía, excepcionalmente, con los ritmos cimbreantes de un artista que sabe como convertir una atmósfera en coral, incitando a miles de gargantas a corear sus canciones con una devoción casi litúrgica. Y entre actos, el artista aprovechaba para lanzar una sonrisa, un gesto cómplice, un guiño que lo humanizaba sin rebajar su carisma.
El ex de Jennifer López no solo brindó sus temas más recientes, también se permitió revisitar su legado, temas que siguen sonando con la potencia del primer día, llenos de percusiones vibrantes, vientos impetuosos y letras que invitan a la celebración del cuerpo y el corazón. Himnos que, como el tipo que los canta, han ganado madurez de tanto cantarlos, vivirlos y amarlos. Arropado por una banda de tremenda exuberancia latina, Anthony no necesitó de artificios ni puestas en escena excesivas. Su mejor efecto fue, es y seguirá siendo su presencia. Le basta con eso y una forma profundamente alegre de entregarse, una especie de urgencia parrandera que nos recuerda que bailar no es una frivolidad, sino un acto de resistencia ante el ruido gris del mundo. Y así lo hizo saber al público, que disfrutó de su concierto, sumido en un estado de jubilosa embriaguez que tardarán en olvidar.
Bonita crónica.....VALIÓ LA PENA. Gracias.