Joan Miquel Oliver (Sóller, 1974) está convencido de que «toda la música que hay es muy parecida». «Calculo que en Spotify hay un diez por ciento de la música posible que hay. Técnicamente siempre es lo mismo, los mismos compases y armonías... Pero, ¿y la música sin notas, sin compases o melodías? Hay mil posibilidades, pero nadie las llega a explorar. Y eso me pone muy triste», sostiene. Por eso, el compositor, letrista de Antònia Font y escritor ha decidido que su nuevo disco, que solamente se puede escuchar en plataformas digitales, sea el más impersonal. Se trata de Música Tecnològica (Blau), un elepé con trece temas creados desde el azar.
¿De dónde surge la necesidad de Música Tecnològica?
— Me dedico a hacer música divergente que no responde a ningún estilo, sonoridad ni concepto de armonía que tenemos. Cualquier ruido puede ser música. La cuestión es que esta música que, a nivel hipotético y teórico es posible, no suena, no hay nadie que la haga sonar, que la active. Es como una música en silencio. Y si no piensas en el público ni en vivir de la música, sino que estás pendiente solamente de que esté sonando, las posibilidades son infinitas. No es algo que me haya inventado yo: en la historia del arte tenemos el minimalismo, la pintura abstracta... Todo esto son intentos de entrar dentro de otro universo artístico, no digo ya expresivo porque precisamente la música que hago en este disco no expresa mis ideas, pues el componente aleatorio es muy importante.
¿Cómo ha sido el procedimiento?
— He creado un sistema en que cada tema tiene cinco frases y un bajo. A cada una asigno una octava para que armónicamente no haya conflicto. Es decir, son melodías separadas por una octava y las notas son aleatorias, pero no entran en disonancia. Para elegirlas lanzo un dado de diez caras, lo apunto en el cuaderno y también elijo al azar los ritmos. Es una música que no tiene nada que ver con la armonía tradicional ni siquiera con la moderna.
Lo sorprendente es que suene así de amable.
— Efectivamente, suena bien, no entra en disonancia, y eso que he dejado a un lado la musicalidad. Al final, cuando escribes melodías tienes tendencias y gustos, pero si lo haces aleatoriamente, eso desaparece.
Es un disco muy personal y, a la vez, muy impersonal...
— Así es. Realmente lo personal es la intención. He dado con un sistema lo más elaborado posible para que una vez lanzas el dado luego no tengas que corregirlo. Lo que sí no me ha quedado más remedio que decidir, aunque no era mi intención, es encargarme de la producción del disco. Con un disco normal, como Aventures de la nota La, hay miles y miles de decisiones. En este, en cambio, hay decenas o cientos. Este es un disco muy libre. He traspasado la responsabilidad al azar. Una vez tomas esa decisión descansas mucho, porque todo depende del dado. Y cuando me encontraba con disonancias severas, volvía a tirar el dado. La idea era que saliera una música que no sonara a nada, que no hayas escuchado nunca.
¿Eso es realmente posible? Es como si un escritor persiguiera inventar un tema universal nuevo...
— En música eso no es tan imposible. Como decía: estoy convencido de que la práctica totalidad de la música posible aún no está hecha.
«La idea era que saliera una música que no sonara a nada, que no hayas escuchado nunca»
Algo que resulta alentador, ¿no?
— Sí que lo es. Lo bonito es que lo llevemos a cabo, lo publiquemos y lo podamos escuchar. No es una expresión personal. En este caso, la música está por encima del compositor. Ojalá la gente se anime a usar este sistema. No lo tengo nada celoso. De hecho, podría ser como un juego de Monopoly, un juego de mesa tipo ‘crea tu propia música’.
La cuestión es divertirse.
— Yo lo hago para divertirme, sí. La vida es más bien aburrida. Y cuando me aburro, hago un disco.
Es un disco muy Joan Miquel Oliver y a la vez no.
— Hago lo que me apetece. No me encierro en mí mismo. John Cage es el inventor de todo esto. Y ni siquiera él escuchaba su música, solamente la escribía para que luego alguien la hiciera sonar. Eso me lleva a preguntarme quién la escucha. Escribir, interpretar y escuchar son cosas completamente distintas. Podría haber escrito esta música y que sonara desastrosamente y no pasaría nada.
¿Quiere decir que no sería peor?
— Exacto. Suena bien porque soy una persona amable, me gusta llevarme bien con la gente y he tomado una serie de medidas de seguridad. La aleatoriedad es compatible con la consonancia.
Los títulos de las canciones no son aleatorios. Hay referencias al espacio, a los robots e incluso a la calle de Santa Clara, donde tiene su estudio.
— Los títulos los pongo después. Robot sparks, por ejemplo, suena realmente a un taller, como si salieran las chispas. Iniciam el descens a Júpiter es una armonía de cinco voces con notas de distinta duración, creándose así infinidad de acordes. Y eso que yo he hecho canciones con dos acordes, como Surfistes en càmera lenta.
¿Por qué solo lo edita en digital?
— Tengo muchos discos. El otro día los conté, 22, teniendo en cuenta los de Antònia Font. Creo que es exagerado que todos tengan formato físico, no es ecológico, es mucho gasto y al final la música es lo que suena. Si lo pienso, es farragoso todo el proceso de fabricación, el plástico, la contaminación... Lo más limpio es Spotify.
¿Pero no resulta poco rentable para los músicos?
— La verdad es que sí, ganas poco, pero es que yo no lo he hecho para ganar dinero. Tampoco los demás discos, aunque he llegado a ganar dinero. ¿Para qué lanzar cincuenta vinilos que luego, probablemente, no se llegarán a vender bien y acabarán cogiendo polvo en un almacén?
¿Lo presentará en directo?
— Es un disco raro, pero puede que sí tenga sentido presentarlo dentro del contexto de la música contemporánea. En el anterior, Aventures de la nota La, no lo hice. Pero puede que en este caso sí tenga sentido. De momento solo lo he pensado, pero no he hablado con nadie.