Cuesta mucho pronunciar su nombre sin el apellido Crudo. Javier Gallego (Madrid, 1975), artífice del exitoso pódcast Carne Cruda, el primer programa en España financiado por sus oyentes y que le valió el Premio Ondas en 2012, debuta en el género novelístico con La caída del imperio (Random House), que presentará este jueves día 2 en Rata Corner (Palma) junto a Cati Moyà.
Podríamos afirmar que esta novela es exactamente la que se esperaba del director de Carne Cruda: enérgica, enfadada, contestataria, social... ¿Lo ve así?
Es, evidentemente, hija de su padre y tiene mucho de Carne Cruda, ese espíritu insumiso, transgresor... pero más allá de esa imagen que se tiene del programa, muy social y político, esta es una novela de personajes que trata temas universales como el paso del tiempo, la juventud, la amistad, el amor, las inquietudes y los sueños. He intentado explorar en profundidad temas que no puedo trabajar de otra manera, es un acercamiento a la realidad desde la ficción. Hay gente que me ha dicho que ha echado en falta un contenido más político, pero todo es político y estos personajes intentan salirse de los marcos, como yo en el programa, pero aquí se trata de literatura, hablo de sentimientos. Por otra parte, también es muy yo en el sentido de experimentación formal, que tiene mucho que ver con mi labor de poeta y mi vocación como músico.
Sitúa la historia en el 15-M, pero podría haber elegido cualquier otra crisis, ¿qué tiene de especial?
Podría haberla colocado en cualquiera de las rebeliones juveniles que conocemos del último siglo, como el Mayo del 68, el hippismo o los felices años 20, pero conocía el 15-M mucho mejor, así que me servía para poder colocar unos personajes en crisis dentro de una crisis más social y, a la vez, explorar una época histórica reciente que no se ha contado mucho en la literatura española todavía. Es una novela generacional pero también histórica encubierta a través de una ficción que cuenta tres noches de fiesta y baile.
Crisis económicas, financieras, sociales, sanitarias… ¿Vivimos en una crisis continua o perpetua?
Creo que el sistema vive de la crisis, se aprovecha de ella, de las desigualdades, de la precariedad. La novela se enmarca en una crisis concreta, pero apela a todas las que hemos tenido, que, como dice, son perpetuas, sistémicas. El capitalismo vive de la crisis.
Incluso le conviene que haya crisis.
Sí, porque, en primer lugar, les produce un rédito económico y político. Una sociedad inmersa en una crisis cronificada es más dócil, porque no diferenciamos la crisis de la no-crisis, pensamos que ese es el estado natural de las cosas y, en consecuencia, creemos que no podemos cambiarlo. Las generaciones posteriores a la mía han nacido en una crisis permanente y eso impide que ni siquiera piensen en la frase ‘sí se puede'.
Los personajes quieren ver arder la ciudad, que todo salte por los aires, como en El club de la lucha. No es muy diferente a lo que sucede ahora...
Toda juventud tiene un momento de desencanto y rebelión como respuesta a la realidad que no ofrece lo que desea, por eso se moviliza. El miedo que tengo es que en la actualidad esa rebelión sea reaccionaria, no progresista. Lo hemos visto en Argentina y ahora en nuestro propio entorno. Aunque hemos hecho importantes avances sociales en contra de privilegios, están usando a la juventud, a través de las redes, para encarnar valores retrógrados. Ahora la rebeldía está en la derecha o en la ultraderecha. Tenemos a jóvenes diciendo que el feminismo ha ido demasiado lejos y hasta las encuestas demuestran que no les parecería mal tener un sistema más autoritario. Los políticos que encarnan la democracia deberían hacer autocrítica. Vivimos en un ambiente muy tóxico informativamente hablando y por eso las democracias tienen que defender con uñas y dientes el rigor informativo, la libertad de prensa, pero también la veracidad contras las cloacas y la infoxicación.
¿Querría Javier Gallego ver arder la ciudad o España?
(Risas). Me gusta la vocación de los personajes de querer arder ellos mismos, de quemar la ciudad en el sentido de absorber y exprimir las posibilidades de la vida. Este sistema es insostenible, se está cargando las vidas y el planeta, necesitamos una rebelión mucho más poderosa de la que se produce ahora, esporádica y débil. La juventud está desencantada, con unas ideas que hicieron triunfar los totalitarismos hace un siglo. A eso hay que sumar la emergencia climática, la sanitaria, la migratoria... Desde este punto de vista, sí, me gustaría que hubiera una auténtica revolución hacia adelante, quemar y ver arder.
La novela bebe de la analogía del Imperio Romano y la decadencia de Occidente. ¿Por qué?
Hablo de la caída de muchos imperios, de la sociedad en la que vivimos, pero también puede ser el amor, la juventud, ese momento en el que nos creemos emperadores, inmortales. La idea era dar una vuelta a ese concepto, buscar la polisemia. Uno de los protagonistas es historiador, así que quería buscar la analogía con momentos históricos para hablar de otras cuestiones. Como decía, habla de una crisis, pero es trasladable a cualquier otra, porque la historia se repite en ciclos.
Igual que con la guerra de los Treinta Años...
Es lo mismo, sí. Tiene que ver con mi faceta de poeta, en algún título anterior también jugaba con eso, en cambiar el significado de una palabra cambiándola de contexto. La decadencia de Occidente me permitía, de manera más sutil, hacer una crítica a este sistema que no funciona y que está también en decadencia.
Hay varias referencias a Francis Scott Fitzgerald y su libro El Crack-up.
Es un libro que, en algunas ediciones, se ha traducido como La grieta, y que precisamente habla del auge y caída de su propia juventud y de la sociedad, de los felices años 20 en Nueva York y la depresión en los 30. En las últimas páginas de la novela hablo del final del esplendor que da paso al inicio de las sombras y la oscuridad, aunque los personajes intentan mantener viva la luz.
Una de las citas es: «Cuanto más sintonizados estaban con la época, más bebían». Hay muchas drogas en esta fiesta triste que es el libro...
La droga está muy normalizada, un buen ejemplo es el alcohol, aunque esta está legalizada a pesar de producir a veces más efectos nocivos y devastadores que las otras. Lo que te puede divertir también te puede destruir, pero no lo veo tanto como una fiesta triste, aunque los personajes vierten sus melancolías, miedos y decepciones. Es fiesta en dos sentidos: por un lado, es evasiva, a través de esas sustancias, la noche y el baile, con las que escapan de la realidad inhóspita, pero por otro lado también implica la conexión consigo mismos. Los paraísos artificiales, como los llamaba Baudelaire, también son formas de alcanzar otros estados de conciencia, de desinhibición. Las drogas, a veces, te permiten concentrar y conectar con otros estados de ánimo a los que no llegarías en esta alienación de la vida rutinaria.
Y, como en toda fiesta que se precie, la música es muy importante. Suenan Nirvana, Pearl Jam, Red Hot Chili Peppers, Dead Moon, The Who, Jayhawks...
La música es el hilo conductor que he usado para contar las emociones y las sensaciones de los personajes, que los une a todos. Las canciones también sirven para generar una acción. Creo que es una novela que se puede bailar y cantar, te mueve los pies, y es una fiesta musical, pero también del lenguaje, de las palabras. La novela juega con la tipografía, es un baile constante con el que también buscaba ese baile de sensaciones, un verdadero tobogán que confunde y marea, como la noche.
¿La ha escrito también bailando?
(Risas). Aunque parezca contradictorio, la he escrito en una butaquita, quieto, con pianos lentos de jazz, porque me genera un gran nivel de concentración que no obtendría con música frenética y vertiginosa.
¿Qué otras historias tiene en mente?
El año que viene publicaré otra novela gráfica, también junto a mi hermano, La plaga, con Reservoir Books. Habla de los miedos, del miedo a vivir y al fracaso, también del tiempo, que es algo que me obsesiona. Por otra parte, también saldrá con Arrebato Libros un poemario, Están tus heridos curando a mis enfermos. Soy visceral, pero tengo una parte melancólica, oscura, pero en realidad escribir es muy terapéutico. Creo que escribir te puede curar. Es como tumbarse en el diván de las emociones de uno, escribir es encontrarse con uno mismo. Me ahorro mucho en psicólogos. Una de las grandes luchas de ahora y que es la bandera de la izquierda es la necesidad de que la salud mental sea algo público. Vivimos en una sociedad que nos produce depresión y niveles de estrés inaguantables pero la solución que se nos da es que compremos soluciones que están al alcance de pocos.