Se suele decir que abril, aguas mil, y la verdad es que este año parecía no cumplirse el refrán hasta que este martes amaneció. Fue entonces cuando todos los libreros posaron sus miradas al grisáceo firmamento que amenazaba tormenta, pero sin saber a menta, como diría Estopa. El pronóstico era claro: la mañana iba a estar pasada por agua y así fue convirtiendo a Sant Jordi en un pedazo de aguafiestas de la que es la Gran Fiesta del libro. De hecho, era tan pesimista pasearse a primeras horas de la mañana que muchos de los puestos de las librerías ni siquiera se decidían a colocar su producto ante las inclemencias del tiempo. Palma, de hecho, estaba desierta a esas horas, lo que hoy en día se mide prácticamente por la presencia de turistas o no en las calles, y solo la lluvia hacía acto de presencia. Hasta que salió el sol.
Pareciera que Sant Jordi hubiera escuchado otro manido refrán de esos, pero de manera literal: al mal tiempo, buena cara. Y es que si toda la mañana llovió, al llegar el mediodía el sol se desperezó detrás de esos malditos nubarrones y, como setas, los libros empezaron a aparecer poco a poco, de manera tímida, sí, pero decidida. Las dudas del comienzo del día se convertían en esperanza y el Señor Hyde regresaba a un Dr. Jekyll radiante, vitalista y muy enérgico que se quitaba la chaqueta para ponerse las gafas de sol y apartaba el paraguas para llevar radiantes rosas en un brazo y libros bajo el otro.
Así pues, los turistas, ahora sí, se repartían los espacios cada vez más cotizados para poder hojear y ojear los ejemplares con los muchísimos niños que visitaban Ciutat con sus colegios, dejando una estampa curiosísima que, a pesar de ello, no terminaba de satisfacer a los vendedores: «Mucho mirar, poco comprar». El tutiplén de gente parecía asegurado incluso ante las últimas gotas del día que se dejaron caer con los últimos minutos de la mañana, pero lo bueno, lo verdaderamente bueno, estaba por venir.
La tarde fue otro mundo. Los jóvenes habían finalizado las clases y los no tan jóvenes salían del trabajo para adentrarse en el maremágnum que era Palma. La calle Sant Miquel, por la mañana fácilmente transitable, era ahora un río incesante de movimiento con varios puestos como Babel, Embat, Llibreria Pròpia, Finis Africae y Llibres Colom en los que no tenían tiempo para descansar. En Embat, sin ir más lejos, lo destacaban de manera contundente: «Ni la Setmana del Llibre en Català ni la Fira del Llibre, Sant Jordi es Sant Jordi».
Y sí, muchos destacaban que la mañana había sido bastante mala y que incluso habían «perdido medio día», pero lo cierto es que la abundancia de público era tal que los ejemplares empezaban a agotarse, con nombres como Gabriel García Márquez y Carme Riera siendo de los más vendidos, y los autores que firmaban ejemplares sin poder casi respirar entre dedicatorias.
Miquel Ferrer, responsable de Rata Corner y presidente del Gremi de Llibreters, compartía el pesar de una mañana bastante mala, pero tampoco ocultaba su optimismo ante una tarde frenética: «Es imposible competir con un Sant Jordi en domingo», tal y como fue el año pasado, «pero estamos contentos» señaló desde el cuello de botella que era Marquès del Palmer, uno de los puntos más transitados de todo el recorrido.
Con la paulatina bajada del sol y, con ella, la de las temperaturas, las chaquetas volvieron a hacer acto de presencia, pero no así los paraguas, desterrados definitivamente de este Sant Jordi de dos caras, una lluviosa y algo pesimista, y otra, la que todos queremos y esperamos ver, radiante, frenética y repleta de gente.
Las dos caras de Sant Jordi fueron como las del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o como las de un día primaveral de toda la vida: un inicio pasado por agua que dio paso a un sol y éxitos rotundos, confirmando, justamente, otro refrán: bien está lo que bien acaba.