Dolores es una fotógrafa de mediana edad acostumbrada a retratar bodas, bautizos y demás celebraciones de la vida. Sin embargo, deberá enfrentarse por primera vez a retratar la muerte. Así arranca Anoxia (Anagrama), la nueva novela del escritor e historiador del arte Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977). La presentará esta tarde, a las 19.00 horas, en la librería Rata Corner de Palma.
La fotografía, como se creía antiguamente, tiene algo de magia: captura el tiempo y dilata un instante hasta la eternidad. ¿Por eso eligió la fotografía para hablar de la memoria, la vida y la muerte?
—Como historiador del arte, la imagen siempre ha sido para mí un medio fundamental para transmitir la realidad. Cuando aparece la fotografía en el primer el siglo XIX es una especie de cosa mágica, casi de alquimia. Esa idea de que de repente surja la imagen, que se quede impregnada, grabada en una placa y luego al papel, me tiene fascinado y me sigue pareciendo mágico. Creo que es una manera de relacionarnos con la realidad fundamental, aunque lo tengamos muy asumido. Nos comunicamos directamente a través de las fotografías que compartimos, que muestran lo que hemos hecho, nuestras emociones...
La fotografía puede contener vida y, al mismo tiempo, muerte.
—La relación entre la fotografía y la muerte mantiene toda la novela, que se construye a partir del planteamiento de que la fotografía es, de algún modo, la constancia de algo que fue y que no va a volver jamás, algo que decía Roland Barthes en La cámara lúcida. Una fotografía es presencia, porque es algo material que está, pero de algo que no estará nunca más. Es como una segunda vida. En realidad, una fotografía es dos cosas: una vida, porque prolonga algo que no está, pero muerte porque eres consciente de que eso no lo tienes delante. En la fotografía mortuoria es todavía más evidente.
Transmite cierta nostalgia de una época, de cuando la gente acudía a profesionales y no se creía un fotógrafo por el simple hecho de tener un buen móvil.
—La novela tiene un tinte nostálgico desde el principio, pues Dolores intenta recuperar costumbres y técnicas que ya no están. Es evidente que la relación con la imagen se ha transformado. No soy muy nostálgico ni he sido un fotógrafo empedernido, pero hay algo en el vínculo con la imagen que se ha perdido, sobre todo la temporalidad que había en la fotografía analógica, en la que lo primero era mirar, decidir qué fotografiar y luego estaba la incertidumbre de saber cómo había salido. Hoy vemos la imagen antes de hacer una foto en la pantalla. Esa incertidumbre tenía algo de bonito: nos obligaba a mirar dos veces la realidad. También teníamos una relación diferente con el tiempo. De alguna manera vivimos menos la realidad porque no volvemos a ella. No necesitamos la memoria porque hacemos fotos y ni siquiera nos acordamos de ellas. El móvil o Facebook lo hace por nosotros.
Tomamos demasiadas fotos.
—Sí y, al final, no le damos importancia porque no miramos. Miramos más con la máquina que con los ojos. Eso es lo que me interesa de la fotografía anterior: se miraba con los ojos tratando de experimentar, estudiando el plano perfecto. La imagen importaba, especialmente cuando era un bien escaso. Eso se ha perdido un poco. Para esta novela quería volver a esas imágenes importantes, curativas o casi mágicas.
La mallorquina Sílvia Ventayol dirigió el documental Mrs. Death, centrado en la fotografía post mortem y el retrato de bebés que ya nacen sin vida o que mueren al poco de nacer. En estos casos la fotografía ayuda a gestionar el duelo.
—Efectivamente, en estos casos la fotografía ayuda a cerrar heridas y a visibilizar el duelo a través de imágenes, objetos, nombres o símbolos que dan un poco de sentido a esa presencia que estuvo y ya no. En sus inicios, más que un memento mori era un memento vita, el recuerdo de alguien que estuvo vivo.
¿Todo es susceptible de ser fotografiado?
—En la novela hay un momento en el que se pregunta por la ética de la fotografía, por en qué momento es mejor tomar la mano que hacer una foto. Todo es fotografiable, técnicamente, pero hay límites éticos. Es famoso el caso de Kevin Carter, que ganó el Pulitzer y acabó suicidándose porque sentía que había manipulado la realidad, como si él mismo fuera el buitre.