Antonio Muñoz Molina nos espera tal y como uno podría imaginar que lo haría: leyendo. Y no cualquier cosa. En busca del tiempo perdido. «Siempre leo a Proust», confiesa el Premio Príncipe de Asturias de 2013 que ayer cerró el ciclo de conferencias filosóficas Sa Nostra Conversa del la Fundació Sa Nostra junto a Luisa Etxenike. El jienense, que detalla que todavía está «en recuperación» tras el resultado de las elecciones del 28-M, departió junto a su compañera sobre Las verdades, tema que aunque la filosofía ha reclamado como propio, para nada es exclusivo de ella como demuestra que dos escritores se encarguen de cerrar estas jornadas filosóficas.
¿Cómo ve que usted, un escritor de literatura, cierre un ciclo de carácter filosófico?
—Bueno, no sé dónde está la frontera entre la filosofía y la literatura, aunque entre mis escritores hay unos cuantos que se supone que son filósofos, como Montaigne, que es uno de mis referentes máximos como escritor reflexivo y narrativo. Este tipo de escritura, un poco ambulante, contemplativa, entre el recuerdo, la reflexión, a mí me atrae mucho como lector e incluso como escritor. Creo que en todo eso hay algo de eso a lo que se supone que se dedica la filosofía, que es la búsqueda de una verdad.
Montaigne, en sus ensayos, tendía a los retos que su entorno le proporcionaba, por lo que su mirada se centraba en aquello que le rodeaba, algo que usted ha puesto en práctica en obras como Ventanas de Manhattan o Volver a dónde.
—Ese modelo es fundamental. Una escritura en primera persona que parte de la mirada personal y la reflexión, pero que lleva por un lado al análisis de uno y al mismo tiempo de la contemplación del mundo exterior, que parece contradictorio, pero el suyo nunca es un análisis egoísta o narcisista porque está marcado por un cierto escepticismo. Esa mirada suya funda la conciencia moderna, la de la persona que se pregunta qué sé y qué puedo saber y lo hace leyendo a los clásicos y mirando a su alrededor.
El escepticismo en exceso puede ser inmovilizante al impidir toda creencia, ¿considera que a raíz de la pandemia estamos en una sociedad más escéptica en este sentido?
—Yo creo que más que no creer nada los hay que se creen lo más disparatado. Montaigne funda la conciencia moderna, pero antes de la ciencia moderna, por lo que no tiene muchas herramientas, pero sí la actitud escéptica de dudar de los dogmas dictados por la autoridad. Ahora, sin embargo, más que escepticismo hay un descreimiento y, además, uno que se centra en saberes que tienen conocimientos firmes detrás que se rechazan. Así hay gente a la que no les cuesta creerse conspiraciones sobre pesticidas o que nos controlan la mente, pero sí que las vacunas sean válidas o el consenso sobre el cambio climático. O que Trump puede ser un buen gobernante y llevar mascarilla es una imposición izquierdista.
La conferencia versó sobre Las verdades, ¿están en un mal momento?
—Somos víctimas de la frivolidad postmoderna de que no hay verdades, solo discursos. Hay gran diferencia entre los saberes rigurosos como la hay entre astronomía y astrología. Hay sistemas de conocimiento basados en la evidencia, la documentación. Cosas modestas, pero empíricas y fundamentales.
¿Le parece que de la pandemia se ha derivado una mayor desconfianza en ciertos discursos oficiales?
—Es curioso que una sociedad basada completamente en la tecnología sea tan oscurantista. Usamos continuamente aparatos derivados del conocimiento científico más avanzado y, a su vez, se desconfía de este. Y no por una duda lógica, sino paranoica, la duda por la duda. Además, se mezcla con un puritanismo al que se tiende ahora que lleva a la descalificación. Algunas críticas del discurso ilustrado vienen de sí mismo, lo que enseña a tener una actitud vigilante, pero muchos al ver que el discurso científico nació en una sociedad racista, clasista, etcétera, dan por hecho que la ciencia también lo es. Hay que saber que se puede tener razón en unas y en otras no, se puede estar equivocado.
¿Considera que en este contexto hay riesgo a una regresión?
—Sí, de hecho la hay, porque el pensamiento crítico puede generar angustia y ansiedad al quitar grandes certezas y las personas necesitamos solidez. No podemos estar sin asideros porque nuestro equipaje cognitivo no está preparado para ello. Necesitamos pensar que mañana la vida será parecida a la de hoy. Esa búsqueda puede llevarnos a lo irracional, a lo dogmático.
¿Puede ser la literatura un asidero al que agarrarse?
—La literatura enseña a tener conciencia de la singularidad y complejidad de las cosas. A fijarte en lo concreto. Pocas cosas son blancas o negras. Por eso, cuando ves una buena obra literaria, la gran lección es lo irreductible frente al discurso ideológico. Desde la Ilíada en la que hay momentos que describen la violencia física en la que un personaje es atravesado por una lanza y al suelo y con una mano araña la tierra mientras agoniza. Eso es literatura.