Marta Sanz (Madrid, 1967) dedica su nueva novela, Persianas metálicas bajan de golpe (Anagrama) a «esa gente sencilla que tanto me gusta: Federico Fellini, Bob Fosse y Lars Von Trier. Por la sofisticación y los ornamentos que nos ayudan a ver». Una sencillez irónica, que, según la reconocida escritora, no está en peligro de extinción, sino al revés. Una dedicatoria que es toda una declaración de intenciones de lo que el lector se encontrará en las casi trescientas páginas, pobladas de drones enamorados de mujeres a quienes cuidan y espían, de explotación y de una fuerte obsesión por la enfermedad y la muerte en un lugar indefinido que llama Land in Blue (Rapsodia). Lo ha presentado este lunes en la librería Rata Corner (Palma).
«Vivimos en una época en la que en los lenguajes artísticos, y fundamentalmente los literarios, se tiende a privilegiar un tipo de sencillez relacionado con la asequibilidad lectora y la capacidad de traducir textos que hace que cualquier posicionamiento exagerado o sarcasmo se tilde inmediatamente de pretencioso», asegura la autora sobre esa declaración de intenciones.
En este sentido, Sanz reivindica «los lenguajes artísticos de Fellini, Fosse y Von Trier porque son tres directores de cine que juegan con el exceso, con la crueldad y el sentido del humor. Los tres, por cierto, hacen comedia musical, que es un género que me interesa mucho, y lo usan para hacer visibles aspectos de la realidad que no les gustan».
Así las cosas, Sanz reconoce que «con el uso de la prosa de Persianas metálicas bajan de golpe pretendía, por una parte, que fuera musical, que fuera chirriante, onomatopéyica y remitiera ese sonido. Por otra parte, también es una apuesta por una manera de escribir que da por sentado que los lectores dominan más de 1.500 palabras. Se supone que en la literatura podemos jugar con ellas, inventarlas y hacer de la dificultad un reto para que los lectores se empinen y salgan de lo que son las cuatro reglas habituales».
«La novela plantea un mundo de humanos que cada vez va perdiendo la capacidad del lenguaje, sustituida por emoticonos; también la de concentrarse o de tener sentimientos. Al mismo tiempo, en paralelo, es un mundo tecnológico representado por drones, que imagino como cacharros de dibujos animados, que saben que, en la medida que dominen más registros lingüísticos y tengan un uso de la lengua más sofisticado, podrán aproximarse a un mundo emocional para ellos ajeno», matiza.
Tecnologías
Sobre la irrupción de la nuevas tecnologías y si nos dirigimos a ese punto, la escritora admite que «la tecnología está inventada para hacernos mucho más felices y para que nuestra salud y conocimiento mejore. Lamentablemente esa tecnología que debería ponerse a nuestro servicio tiene un lado oscuro que me parece profundamente chorra. Con las nuevas tecnologías nos pasamos el día enganchados al Candy Crash o con mensajitos, y no damos importancia al aquí y ahora. Está esa parte que muestra el lado más intrusivo y adictivo, deshumanizador».
Y así, en un mundo hiperconectado, «estamos encapsulados en nuestra propia soledad». «De eso habla la novela, de cómo tenemos una opción maravillosa de progreso y evolución y cómo la estamos malbaratando quedándonos con las cosas más empobrecedoras desde el punto de vista humano e intelectual», añade.
En esta línea, la novela plantea la necesidad de recordar, «de que nuestra memoria no sea extracorpórea, que nuestros recuerdos y conocimientos no tengan que ver con Siri o Alexa». «Si no tenemos memoria, si no tenemos conocimientos, si solo importan las cosas desde el momento justo en el que hemos nacido, nos pueden engañar. Ahí está la semilla de eso tan terrorífico que es la posverdad». Ello afecta, asegura, a las relaciones personales y a nuestra manera de «acomodarnos en el mundo en que vivimos, sin hacer preguntas». «Es ridículo asumir todas las tecnologías como papanatas. ¿Para qué queremos que una Inteligencia Artificial escriba un poema?», ejemplifica.
Por otra parte, Persianas metálicas bajan de golpe también retrata la explotación, muy lejos de ser superada. Como los microchips que inserta el ingeniero jefe en los drones, Sanz postula que «en algún lugar oscuro de nuestro cerebro tenemos instalados unos prejuicios que asumimos como parte de la normalidad. Una de las cosas más maravillosas de la literatura es que nos hace formular preguntas sobre lo que consideramos normal».
De esta manera, Sanz construye lo que se supone que es un mundo futuro, pero que habla del presente, de un mundo en el que «se ha destruido lo público» y en el que hay un gran miedo al contagio, algo tan presente en la pandemia. Toda esa «incertidumbre» y «malestar» nutren Land in Blue, un escenario perfecto de «una comedia musical» en la que los personajes van bailando como coreografías y la máxima ambición de un personaje es convertirse en estrella de Tik Tok». «Igual que Ursula K. Le Guin expresaba su malestar por el mundo que le tocó vivir, los Estados Unidos de los setenta, a través de la creación de mundos que revelaban los conflictos y contradicciones; intento hacer un juego de espejos imaginando una ciudad país estado que tiene estratos y, en cuyo substrato, están los poderosos que juegan todo el rato a las cartas, en una clara alusión a la economía de casino».