La labor de Frances Morris (Londres, 1958) al frente de la Tate Modern habla por ella. En el lapso de unos seis años, Morris, comisaria de arte con una extensa trayectoria que también estuvo al frente de las exhibiciones del Museo Nacional Británico de Arte Moderno, ha logrado imprimir un impulso feminista, crítico y abierto a la galería londinense, pero consciente de que «todo lo que hemos ganado, lo podemos perder». La inglesa ofreció este miércoles en Es Baluard la conferencia Reinventar las instituciones, cuerpos en el centro, una charla que entra en el programa Zona de Contacto y que, en esta ocasión, habla del papel de los centros museísticos en la crisis climática y ecológica.
¿Qué fue lo primero que pensó o hizo cuando fue nombrada como la directora de la Tate?
—Pues lo primero de todo, si no voy mal, fue que teníamos que abrir un nuevo edificio y había una serie de decisiones que tomar sobre qué artistas traer y ese tipo de cosas. Y simplemente tuve claro que debía ser paritario. Y fue decirlo y con eso fue suficiente. Resolvió tantos problemas de manera inmediata que fue muy agradable poder tomar decisiones como esta y que se aceptaran. Es la primera decisión significativa que tomé.
¿Ha encontrado oposición a estas ideas y nuevas formas de ver el arte?
—No en mi experiencia personal. En mis inicios, sin embargo, sí que había dudas sobre por qué hacíamos exhibiciones de mujeres que no estaban asentadas y no tenían un éxito confirmado como artistas, pero lo curioso es que estas dudas se han ido disipando con el tiempo y se ha comprendido que el arte moderno promueve a creadores no conocidos, pero que merece la penar conocer. Este año, sin ir más lejos, hemos tenido dos exposiciones en la Tate de dos artistas sin apenas reconocimiento en el Reino Unido, Mária Bartuszova y Magdalena Abakanowicz, y ambas han tenido gran acogida. Eso es lo bonito, poder tomar la decisión, llevarla a cabo y demostrar que efectivamente merecen un espacio importante. Y de hecho nadie ha comentado que tengamos tres grandes mujeres y un gran hombre, solo que son cuatro grandes exposiciones.
¿Tiene la sensación de que se trata de una victoria ya confirmada en favor de la inclusión o es algo todavía en peligro?
—En mi contexto particular sí creo que hemos ganado, pero sin ir más lejos hay otros espacios importantes de Londres donde nunca ha expuesto una mujer. Incluso en la Tate podemos perder la partida porque hay muchas agendas en contra de esto y, además, muchas colectividades que están infrarrepresentadas y necesitan visibilidad.
¿Qué retos cree que debe afrontar un museo de arte contemporáneo en el futuro inmediato?
—Lo haría extensible a todos los museos en general y diría que podemos hacernos cargo de los temas importantes, como la diversidad o el cambio climático, porque podemos tomar las decisiones. También está el tema de cómo crear un contrato genuino con nuestro público y hacer que gente que no siente que el museo sea un lugar para él venga.
En el Macba o el ReinaSofía, por ejemplo, ocurre que muchos jóvenes se reúnen en los alrededores del museo, pero pocos entran. ¿Ocurre algo así en la Tate?
—En la Tate pasa algo similar, pero en el interior mismo. Es porque nuestro edificio se diseñó pensado para que la calle entre directamente al centro y mucha gente se reúne en la Turbine Hall y están allí pasando el rato. Pero esto es una sensación de bienvenida que hay que crearla y no sé cómo hacerlo, es como un truco de magia. ¿Cómo hacer que los adolescentes se sientan bienvenidos? No tengo la respuesta, pero en la Tate hemos tenido éxito en ello y creo que es porque los propios artistas han creado esa magia por nosotros. La gente viene, se tumba en el suelo y pasa el rato allí. Lo tratan como si fuera su jardín o su propia calle, y es algo precioso. Pero hay que crear esa invitación y eso solo se logra si eres relevante en las vidades de los adolescentes, si no, eres solo un paisaje.
¿Atraer al público general es la asignatura pendiente?
—Es importante, pero también difícil. Hay que crear un caldo de cultivo que ha de empezar en los jóvenes. Muchos se sienten atraídos por el fútbol y mantienen esa relación toda la vida. Tenemos que crear esa relación con la pintura, por ejemplo, y que el museo sea un lugar divertido en el que estar.
¿Qué opina de la entrada de la política en el museo?¿Puede mantenerse la neutralidad?
—Es imposible que un museo sea neutral porque es un reflejo de la sociedad. Esto no quiere decir estar al servicio de los partidos, pero si queremos entrar en la vida de la gente hay que entrar en los temas políticos. Y además es algo que se puede hacer a través de la emoción del arte. No hay mejor mediador en esto que el artista. Nosotros hablamos con y a través de ellos.
Por último, ¿qué aporta el feminismo a un museo? ¿Es una cuestión de verdades diferentes o de preguntas nuevas?
—Es claramente una cuestión de preguntas nuevas. No hay una sola verdad, sino muchas y son contradictorias entre ellas. Lo bueno del arte es que, como la vida misma, es complicado y tiene muchas lecturas que pueden incluir esas contradicciones. El feminismo aporta, sobre todo, una narrativa diferente y una manera de ver el mundo y la historia novedosa, y va más allá de la representación o tener a mujeres en espacios de poder.