Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se define como «un hombre de fe humanista». Para «ajustar cuentas» con su tiempo, publica el volumen de ensayos El derecho a disentir (Acantilado). El autor presentó este jueves el libro en La Biblioteca de Babel (Palma) junto a la editora Sandra Ollo.
Su nuevo libro se titula El derecho a disentir. ¿Cree que a menudo no hay derecho a la discordancia?
— El derecho a disentir es un libro novelesco y muy literario, un balance de estos tiempos en que el delirio tecnológico (no científico, pues la técnica es sólo una aplicación utilitaria que puede emplearse en muchas direcciones, y algunas muy perversas) parece arrinconar a la conciencia de responsabilidad humanista. Las redes sociales, mal manejadas y manipuladas, intentan hacernos vivir en una burbuja en que todo parece ya decidido por el poder de la opinión. Nuestro tiempo se vuelve uniformado, acosador y dogmático, y esas armas de presión populista crean la sensación de que todo está decidido. O sea, lo peor que puede ocurrir en política, porque la aclamación es la forma de gobernar de las dictaduras y las tiranías. La democracia exige disenso para que, sobre esas diferencias se construya, un pacto o un acuerdo en libertad. La igualdad y la uniformidad (esa abolición del detalle, la diferencia y la justicia) son delirios terribles. Vivimos una época muy acosadora. Las redes sociales, que son como darle a un tonto una gaita, aumentan esa sensación de hartazgo y acoso.
Con este libro, dice, «recorre nuestra época a contracorriente de muchas tendencias y modas». ¿Cuáles son estas tendencias y modas?
— El pensamiento, la literatura, el arte, la técnica y el progreso están hechos por gentes que 'disentían' de su tiempo. Solo los tontos, los irresponsables o los aprovechados están contentos con su época. Cicerón ya decía "vivimos una época horrible en que todo el mundo escribe un libro y los hijos no obedecen a los padres». Ahora es peor: todo el mundo da un like o escribe un tweet, y los padres son los que tienen que obedecer a los hijos. El Renacimiento despertó porque había gente que tenía razones para disentir de la Edad Media. Detesto todas las expresiones vociferantes y agresivas del populismo. No sé qué es lo que llaman 'el pueblo'. Los pueblos fueron siempre los vikingos, los vándalos, los mongoles; o sea hordas peligrosísimas que lo devastan todo si no se convierten en sociedades y no en pueblos, ni nacionalidades, ni en razas, ni en sectas ni cofradías. Es el pacto social el que crea civilizaciones y democracias, y por eso los humanistas defendimos esa conciencia socialista. Lo peor de los populistas no es lo que piensan sino lo que podrían llegar a pensar si pensasen.
Reconoce que siente desencanto con el momento que le tocó vivir. Supongo que es natural para cualquier persona que haya vivido casi 80 años
— Soy un hombre de fe humanista. Creo que lo mejor del hombre es divino. Lo que uno aprende después de haber amado no es a odiar sino a divorciarse. He vivido y sigo viviendo mi vida con pasión, he trabajado siempre con buen ánimo para aportar algo a mi tiempo y contribuir al bienestar de mis compañeros de lucha. Y ahora, a mis años, como ocurre a veces en los amores más románticos, me doy cuenta de que mi tiempo y yo nos estábamos separando cuando creíamos estar más unidos. Para pensar en el divorcio hay que haberse querido.
Habla de patria y lengua, unos asuntos que generan mucha controversia. ¿Por qué tanta discusión?
— Algunos griegos consideraban que la patria era «toda tierra que produce pan, aceite y vino». Ya ve que en Mallorca podríamos reclamar esa pacífica ciudadanía. En alemán tenemos un concepto más íntimo de la patria, que identificamos con Heimat, el hogar, lo propio de nuestra casa: nuestros idiomas, nuestras culturas, nuestras familias, las sociedades civilizadas que hemos creado con toda la herencia de trabajo de nuestros mayores. Cuanto mayor es nuestra cultura y nuestra condición humana, más patria tenemos. Pero, a lo largo de la historia, se ha hablado de naciones o nacionalidades (eso no es más que el lugar donde un ser humano nace, y no creo que tenga ningún valor moral en sí mismo) y sobre eso se superpone un Estado (una administración necesaria pero que sólo tiene justificación si es la defensa de una Constitución libre, democrática, social y bien pactada). El Estado tiene un peligro cuando se convierte en una burocracia, que es la corrupción. Y el nacionalismo conduce al racismo y a la guerra, porque excluye y es agresivo con los que tienen otra lengua u otra patria, aunque tengan el derecho a ser respetados en el lugar donde viven como ciudadanos y trabajadores. Un nacionalista no tiene otra doctrina que la pretensión chulesca de que su pueblo es el mejor, porque él ha nacido allí. Las naciones comienzan presumiendo de unas catedrales y una historia heroica, más o menos fantaseada, te obligan a aprender los versos de dos poetas aburridísimos y subvencionados, se consolidan conquistando otros pueblos y estableciendo fronteras, construyen luego alambradas y muros, imponen una lengua exclusiva, y acaban fabricando armas nucleares. Cuando una nación comienza a decir que hay que echar a los emigrantes o a los extranjeros, yo me pregunto por qué no echamos a los nativos.
Reivindica viajar de forma más atenta y pausada, a la manera de Montaigne y Goethe, ¿sin tanto postureo como decimos hoy?
— Defiendo el viajar que es una forma muy diferente del dar vueltas. Las sociedades seniles necesitan moverse mucho, porque la edad debilita el equilibrio psicológico estable, y mucha gente piensa jubilarse cuanto antes para irse de viaje. Ni se interesan por las culturas de los sitios donde van ni les interesa nada más que pasarlo bien, ya que tienen dinero y ganas. Los viajeros antiguos (Heródoto y Plinio, Hanon, Ibn Battuta y Benjamín de Tudela, Colón y Cook) no viajaban para ‘dar una vuelta' sino para estudiar y conocer. Plinio el Viejo murió en Pompeya por acercarse demasiado al volcán para estudiar la erupción. A mí me gusta también bailar, y prefiero el baile agarrado, incluso sin música. Pero no tengo que irme a las Maldivas para eso.
Recuerda el surgimiento de la Contracultura con dolor porque implicaba destrucción. ¿Es posible revolucionar en la literatura, en la cultura, en el sentido de innovar y transformar, sin destruir?
— Todo se destruye en un instante, y es muy fácil derribar una vida o quemar un monte. Los que pueden hacen, los impotentes deshacen. El terrorismo y el vandalismo son formas incurables de la impotencia. El progreso exige mantener los pilares del pasado, porque sin esos 'eones' o referencias inmutables perdemos el camino del progreso moral y la vía de ascenso en la montaña. Solo podemos estar seguro de que avanzamos cuando vemos el camino que hemos recorrido y lo tenemos bien presente. Cada día veo que se celebran como nuevas -en el comercio, en la ciencia, o en el arte- cosas que ya estaban inventadas y conocí funcionando en mi infancia. Cada día leo en el periódico que se ha descubierto algo que ya estaba descubierto.
El derecho a disentir, ¿es un alegato a la vida?
— Es una defensa de la vida libre y laboriosa con un horizonte de búsqueda, no de comodidad, de esfuerzo, de belleza, de generosidad y de saber. Corrigiendo a mis poetas yo no digo que «se hace camino al andar», sino que «se anda camino al hacer». Nadie se salva solo por su fe o sus ideas, sino que se necesitan los frutos. ‘Manos a la obra' significa progresar, construir, caminar y vivir con responsabilidad y en una tarea compartida. Esa es la época que me gustaría vivir: equivocada o no, rica o pobre, pero en una empresa de trabajo compartido, y no entre tantos vividores hipócritas y buenistas como hoy nos rodean, mantenidos por rentas o subvencionados por nuestros propios impuestos.