Daniel Monzón (Palma, 1968) se ha sumergido en un género cinematográfico muy nuestro. De los más nuestros, de hecho. En Las leyes de la frontera, adaptación de la novela homónima de Javier Cercas, se sumerge en lo quinqui, al más puro estilo de Deprisa, deprisa, para «estilizarlo». Lo cuenta por teléfono desde un tren camino de Girona, una de las localizacones de la cinta. Mañana estará en Ocimax para presentar este filme que tiene escondido un pequeño guiño a Palma.
Con esta cinta clausuró el Festival de San Sebastián, ¿qué tal esa experiencia?
— Fue maravilloso porque era la primera vez que se veía con público y la sala nos dedicó una ovación cerrada densa que duraba y duraba (risas). No puede ser, me decía. Además, lo que me encanta de los festivales es su clausura, porque es cuando ya ha pasado el morbo del premio y es la guinda del pastel.
¿Qué fue lo que le atrajo de la novela de Cercas para adaptarla?
— Me atrapó la historia de ese precioso triángulo de amor y amistad de un chico de un lado de la frontera que conoce a gente del otro. Además, me leí el libro en una noche, no podía parar, y pensé: quiero llevarlo a la pantalla. Conectaba emocionalmente con mi infancia en Palma y en Valencia. Yo vivía en Eusebio Estada y veía a los quinquis y hasta me atracaron alguna vez. Parecía gente más libre, que vivían aventuras, y esta curiosidad ha permanecido dentro de mí.
Muy cerca de Eusebio Estada, de hecho, es por donde pasaba el tren sin soterrar que dividía la ciudad.
— Exacto, de hecho en la película he puesto ese tren. Es un guiño autobiográfico porque hay uno que divide de forma metafórica de esa parte de la ciudad. Son mundos que están espacialmente muy cercanos, pero social o existencialmente muy lejos.
Al tratar el tema quinqui se la va a poner al lado de Drepisa, deprisa claramente, ¿qué opina de esta comparación?
— Hay una serie de películas quinquis que tenían una particularidad imposible hoy: los protagonistas eran los propios quinquis. Esta peli está más planteada para coger ese género y revitalizarlo. Hacerle una supervitaminación, revivirlo y reconstruirlo. Es una recreación de una época estilizada y conecta tanto con quien lo vivió como con el público joven de ahora porque se ven fascinados por ese universo y tienen la misma necesidad de rebeldía y de vivir aventuras, correr, bailar, etcétera.
Ha dicho que es un poco western y la historia, de hecho, recuerda a Érase una vez en América, de Leone, ¿hay algún paralelismo?
— ¡Sí!, de hecho al terminar la novela me vino el sentimiento de melancolía o tristeza con que acaba esa película. Al principio quería hacer dos películas de dos horas, una con la infancia y la otra con la parte de adultos. Comparte cosas y se acerca a la maravillosa película de Leone, pero me di cuenta de que era imposible hacerla así. Al final concentré la melancolía en el prólogo y el epílogo y Cercas se entusiasmó con eso al verla y me dijo que era la mejor forma de llevarla a la pantalla. Al final, para ser fiel a la novela has de ser infiel a la letra.
Al tratar de los 80 con la distancia del tiempo, ¿se permite reflexionar sobre aquel contexto?
— La distancia te da una perspectiva reflexiva y la peli da una visión sobre las dos caras de la transición. Permite analizar o comentar esa época y se plantea como telón de fondo que permite una crónica en la que no solo se cuenta la cara A, que es la de la canción Libertad, libertad y la esperanza de la gente, sino la B, la de las miles de familias que iban a vivir a las grandes urbes en busca de trabajo y cuyos hijos, miles de jóvenes, veían desde la barrera cómo otros vivían una fiesta a la que no estaban invitados, así que la tomaban por su mano.
¿Cómo fue meter a unos jóvenes de hoy en la piel de unos quinquis de los 80?
— Sorprendentemente bien. Me preocupaba que al estar tan alejados de esa realidad no pudiera sumergirles en la época, pero las pulsiones son las mismas y eso no varía. Además, la pandemia nos pilló y lo que hice fue enviarles materiales que les hizo embeberse de lo que significaba ser un quinqui. Hasta les dije que se dejaran crecer el pelo y se vieran convirtiéndose en quinquis.
¿Cómo ha sido trabajar con el trío actoral protagonista?
— Un placer total. Forman un compendio de quinquis. Cuando ves a Begoña [Vargas] te das cuenta de por qué un chico haría cualquier cosa por ella. Es una estrella con un poderío, intensidad, magnetismo, belleza. Te deja sin respiración. Marcos [Ruíz] y Chechu [García] hacen una composición fantástica también, y además les he acompañado de gente de la calle porque quería recuperar esa naturalidad del cine quinqui.
Echando la vista atrás, ¿cómo ha cambiado su percepción del cine desde que escribía sobre él en prensa hasta ahora, que lo hace usted mismo?
— Creo que, en el fondo, no ha cambiado tanto. Siempre escribí con el deseo de hacer cine y fue una escuela maravillosa porque pude entrevistar a directores y escritores a los que admiraba. Mis entrevistas eran, más que de periodista, de alguien que quería desentrañar cómo hacían las cosas. Yo soy el primer espectador de mis películas y solo doy por válida una toma cuando siento una emoción especial que me indica que es lo que quiero ver en pantalla.