A finales de los sesenta una espigada debutante atravesó como un abrasador objeto no identificado la RAI de la Democracia Cristiana. Le prometieron que sería la nueva Lollobrigida, pero no le interesó. Raffaella Carrà hizo caso a la intuición y se decantó por la pantalla chica. Allí se hizo fuerte. No tardó en compatibilizarla con una lucrativa carrera musical que explotaba toda su sensualidad. Aquella mujer llamativa y ardiente, de piel pálida y maquillaje espeso, con un físico afilado que recordaba al de su compatriota Silvana Mangano, disparó los termómetros dos décadas antes que Madonna.
Pero su belleza fue declinando al tiempo que languidecía su presencia en pantalla. En varias ocasiones, la artista nacida el mismo año que Mick Jagger, George Harrison y Roger Waters alzó la voz contra el medio televisivo, al que acusó de reemplazar a las mujeres que ya no lucían hermosas. «Es un juego cruel», apuntó.
Con los años Raffaella se convirtió, sin buscarlo, en icono de la comunidad gay. Hoy, sus canciones resuenan como himnos durante las marchas del orgullo, devolviéndola al púlpito popular. Basta escuchar temas como Hay que venir al Sur o Fiesta para divisar la magnitud del fenómeno Carrà. Doméstico y sofisticado; familiar y gay.
Raffaela perdurará como una artista con una visión angular y moderna, embajadora del culto a lo nuevo sin renegar de la tradición. Sus armas: una voz contagiosa, una expresividad irresistible y presencia de gran diva. Con ellas se convirtió en la cronista involuntaria del boom económico italiano, de los amores efímeros de verano, del sexo prohibido y, junto a los jeans Armani y los autos del ‘cavallino rampante', en la cara visible del Made in Italy.