Ser músico no es solo un trabajo. Es una pasión. Y las pasiones son difíciles de jubilar. Tras 21 años en activo, Antonio Orozco sigue a lo suyo, haciendo lo que mejor sabe: cantándole al amor, ya saben, ese elemento monocultivo de su repertorio. Se lo conoce al dedillo, desde sus primeras consecuencias, cuando todo es volcánico y no existe nada más porque nada es más necesario; hasta su reverso amargo, el que cala más hondo y aflora cuando se apaga el volcán. Y es que incluso los volcanes más activos no erupcionan eternamente. El catalán actúa esta noche en el festival Cultura Es Vida (Son Fusteret, 20.00).
¿Sus canciones tienen calle?
—Algunas se convirtieron en grandes avenidas, tengo algún que otro callejón e, incluso, algún callejón sin salida.
La vulnerabilidad planea más abiertamente en su último disco, Aviónica, ¿se siente así?
—Absolutamente. La vida me ha hecho más vulnerable. De joven eres inconsciente y según vas creciendo la parte oscura de la vida te hace vulnerable. De hecho Aviónica es la reflexión de un tío que toca fondo.
Aviónica ha recibido los parabienes de la critica, ¿tanta lisonja espolea o anula?
—La verdad es que ni ahora soy tan bueno ni antes a veces era tan malo. Un cantante latinoamericano dice que aunque no se reconozca toda crítica duele, y habría que tener en cuenta que detrás de cada canción hay muchas horas de curro.
¿Cómo se protege de la palmadita interesada en la espalda?
—Soy una persona bastante auto suficiente, tengo un círculo de amistades cerrado, mi mundo se limita a pocos amigos y al mar, tengo el ego bien controlado. No necesito nada más, incluso he perdido la ambición, me conformo con lo que tengo, creo que hay que disfrutar el camino, ahora lo hago, antes no lo hacía porque vivía con prisa.
¿Se reconoce aún en aquel chaval de quince años que se enamoró de la música viendo tocar a unos chicos en el barrio de Triana?
—Qué poco objetivo puedo ser hablando de mí mismo, pero me gustaría pensar que lo único que ha cambiado en mi vida es el lugar donde vivo y las posibilidades que ahora me brinda la vida. Por lo demás, nunca he apartado de donde vengo.
¿Cómo funciona su control de calidad, de qué depende que una canción acabe en un disco o en la papelera?
—El control de calidad está muy cerca de la paranoia. Cada vez soy más matemático a la hora de terminar los trabajos, y soy menos amigo de las opiniones ajenas.
Jan, su hijo adolescente, canta, compone, toca la batería, el piano y además pinta… ¿orgullo de papá?
—A ver, la verdad es que el niño ha pasado media vida sobre un escenario y eso hace que sea infinitamente mejor que su padre (risas).
De tanto cantarle al amor, ¿teme que se le agoten los argumentos?
—A mí, en realidad, me gustaría saber si hay otra cosa además del amor.
¿Alguna piensa en cómo será el momento en que el éxito le deje de sonreír?
—Sí, tengo planeado enseñar a los turistas Mallorca en barco, y cuando acabe la travesía les cantaré algo con mi guitarra.
Qué concepto le representa más: ¿música para escapar de la realidad o para contarla?
—Son dos cosas diferentes pero me da la sensación que no son incompatibles.
¿Que le encabrona?
—Pues la falta de conciencia paralela, me explico: me gustaría que durante la peor época de la pandemia los políticos hubieran apostado por la razón común en lugar de querer tener cada uno la razón. Ha hecho mucho daño a la gente que está en el último eslabón de la cadena.