La recién multipremiada El ventre del mar de Agustí Villaronga, que arrasó en el Festival de Málaga con seis galardones, es el debut de Blai Tomàs (Palma, 1983) como director de fotografía de un largometraje. Y el estreno fue por todo lo alto, ya que Tomàs se alzó, junto a su compañero Josep Maria Civit, con la Biznaga de Plata. Ahora, Tomàs está inmerso en el cortometraje de Laura Jurado, The Sleeping Beast, que están terminando de montar.
Enhorabuena por su gran premio, ¿aún está en shock?
—La verdad es que sí. Llevo muchos años trabajando con las cámaras, pero siempre detrás de ellas. En este oficio, si no ganas un premio no te ven. Se ve el trabajo, que es lo importante, pero las caras pasan desapercibidas.
¿Cómo le llegó este proyecto?
—Me llamó Agustí. Fue ese tipo de llamadas que todos esperamos. Me propuso hacer este proyecto con Josep Maria, ya que es un veterano del cine, uno de los grandes en España. No sé muy bien qué esperaba Agustí de mí, pero creo que quería que aportara un tono más radical y atrevido. Por su parte, Josep Maria otorgaba esa seguridad que te proporciona la experiencia.
¿Y cómo conoció a Villaronga?
—Es una anécdota muy bonita. Era en 2004, estaba estudiando el segundo curso de cine en la ESCAC, y me pasó su teléfono una amiga que teníamos en común, Ana Bergas, a quien dediqué el premio. Quedamos en el desaparecido Bar Niza, en Plaça Espanya, y vio que llevaba un libro, Seda, de Alessandro Baricco. Y Agustí me contó que justamente él venía de Roma de encontrarse con Baricco para trabajar en Sin sangre, una película que no llegó a hacer. Y ahora, 17 años después nos encontramos con El ventre del mar, que se basa en la novela de Baricco Oceano Mare. Es como cerrar un círculo. He aprendido más de Agustí que en cualquier escuela.
¿En qué otros proyectos había trabajado con Villaronga?
—Empezamos con el documental Miquel Bauçà: poeta invisible y después ya vinieron Després de la pluja y Pa negre. En todas estas películas trabajé como técnico y cámara, como aprendiz, mirando siempre por el monitor y observando mucho. Paralelamente, también estuve en algunos proyectos teatrales, por ejemplo, en 2008 hicimos una proyección para el montaje Mirall trencat, una adaptación de Ricard Salvat a partir de la obra de Rodoreda. También montamos una instalación sobre La mort i la primavera en La Virreina, Barcelona. Todas estas experiencias nos han ayudado a conocernos artísticamente y nos han procurado la complicidad que tenemos hoy.
Villaronga destaca que se trata de un filme muy artesanal.
—Y así es. Nos encontramos Agustí, Cesc Mulet y yo en una terraza de Felanitx, justo cuando pasó el confinamiento, y Agustí nos dijo que quería hacer una cinta artesanal, incluso con nuestras propias cámaras. No pensaba en festivales ni premios, simplemente juntarnos unos cuantos para llevar a cabo este proyecto que tanto nos entusiasmaba. Rodamos en tres semanas: dos en Felanitx, una en el mar y unos días en el Consell y en un palmeral, en la finca del cineasta Antoni Aloy, en Santa Margalida.
¿Por qué eligieron el blanco y negro?
—En el filme hay diversidad de formatos: color, infrarrojos, noche, día, exteriores, interiores... Agustí me sugirió como referencia November, de Rainer Sarnet, que usaba el blanco y negro y los infrarrojos. Los infrarrojos te permiten percibir la luz de una forma diferente y la transforma, aporta dramatismo y poesía. En todo momento queríamos que la imagen fuera una obra en sí misma. Es una película muy cuidada y muy querida. Es una libertad que te permite un proyecto pequeño. A todos nos gusta rodar con recursos, pero muchas veces eso significa sacrificar el control y la libertad sobre el filme. Porque o eres Coppola o tienes que pagar un precio.