Alejado de la gran pantalla en sus últimos años de actividad actoral, Arturo Fernández llegó a convertirse en uno de los rostros emblemáticos del cine policíaco barcelonés surgido en los primeros años 50.
Entre el homenaje a los clásicos de un Hollywood en el que la figura del detective privado empezaba a desplazar a la del gángster, el alegato moralizante contra la delincuencia y la exaltación de la ley y el orden, surgieron una serie de historias que convertían a Barcelona en nido de hampones, mujeres fatales y buscavidas.
En este último estereotipo encajó a la perfección un Arturo Fernández convertido pronto en actor fetiche de Julio Coll y Juan Bosch, dos de los principales referentes de esta ola de intrigas policíacas, en títulos tan prestigiosos como Distrito quinto, Un vaso de whisky o A sangre fría. Cuando Bosch se decantó por la comedia turística de la España predesarrollista volvió a confiar en Fernández, protagonista masculino de taquillazos como El último verano o la mítica Bahía de Palma, donde Elke Sommer lucía, en todo su esplendor, el primer bikini del cine español.
Camino del Rocío, La tonta del bote o ¡Cómo sois las mujeres! serían algunos de los éxitos posteriores de un Arturo Fernández encasillado en un arquetipo de galán que le acompañaría hasta sus últimos días. Tanto en el cine (El día que nací yo, junto a Isabel Pantoja), la televisión (La casa de los líos) o en sus innumerables vodeviles escénicos. Paradigma del galán incombustible, elegante y simpático, presumía de haber envejecido con dignidad y sentido del humor, aunque lamentaba que no le habían dado un Goya por ser de derechas.