La de este viernes era una de esas noches pegajosas en las que no corre ni una pizca de brisa; súmenle un lleno hasta la bandera (8.000 personas, rozando el sobreaforo) y echen cuentas... Una sauna turca es lo que parecía la plaza de toros de Palma.
Por la tarde, el coso ya era tierra de mujeres, ojeaban el móvil y conversaban impacientes mientras hacían cola para asegurarse un lugar en vanguardia. Eran la avanzadilla, los primeros centenares de gargantas en recibir el Prometo Tour del malagueño de oro, Pablo Alborán. El clima se tensionaba por momentos. Chicas jóvenes –y no tan jóvenes– apostadas frente a la puerta, listas para el sprint que culmina en las codiciadas primeras filas.
A las 21.30, en lugar de toros bravos, la arena estaba tomada por ellas, que aguardaban impacientes al novio platónico de voz susurrante y abrasadora. Se veían pocas figuras masculinas, novios en calidad de acompañantes, la mayoría. Y 13 minutos sobre la hora prevista aparecía Alborán, que dejó al borde del knock out a las primeras filas. Sin duda, las horas de espera no habían caído en saco roto, ahora podían disfrutar, casi tocar, a su ídolo. El resto debía conformarse con ver su imagen por las pantallas.
La entrada del artista desató un griterío impropio de otros géneros musicales. La noche arrancaba, mientras las luces del espectáculo se alternaban con los flashes del público, un ritual que cesó cuando el andaluz deslizó las primeras estrofas de No vaya a ser, un medio tiempo optimista incluido en su último disco, Prometo. La reacción del público estremeció los cimientos del recinto, que sigue teniendo una acústica muy pobre. Alborán y sus fans se sumergieron en un karaoke multitudinario que hizo subir la temperatura, aquello ya parecía un horno. «Mallorca quédate conmigo», dedicó a su parroquia. La locura. Siguió la música y luego más parlamentos: «Buenas noches familia, por fin aquí, tenía muchas ganas, de corazón».
Del desgarro amoroso a la fiesta, el espectáculo desplegó distintas fases e intensidades, aunque todas transitaban la emoción. Una emoción compartida con los cinco músicos que arropaban al artista, aunque el malagueño demostró que un piano y su voz le bastan para emocionar. Interpretó baladas (La escalera) y medios tiempos (Pasos de cero), que alternó con otras secciones más rítmicas de su repertorio (Dónde está el amor), manteniendo su voz siempre por encima de la instrumentación, como Dios manda.
El hombre de la noche demostró que conoce el oficio, derrochó simpatía y no dejó de interactuar con sus anfitriones, sin duda sabe como llegar al público. Le ayuda su humildad, una condición que ha convertido en su estandarte, porque Alborán es un anti divo que cultiva su perfil bajo. Pero es que además el muchacho toca la caja, el piano, la guitarra, tiene voz y no recurre a absurdos cambios de vestuario. Austeridad máxima, para que quede claro que basa sus conciertos en lo que sabe hacer y no en lo que sabe vender.
Tablas no le faltan, creció escuchando pasodobles, boleros, baladas napolitanas y tango, sin apartar la vista de los estandares del mercado, una buena escuela la suya, no hay duda.